martes, 27 de octubre de 2015

El silencio de Rosita

http://elnuevoliberal.com/el-silencio-de-rosita/


Rosita tiene cinco años y nació en Bogotá. Vive con una tía abuela, dos hermanos de 14 y 15 años, dos primas mayores, su padre y su madre. Pertenece a la comunidad  indígena Embera Katio que desde el año 2008 comenzó su lento y doloroso destierro hacia la capital del país,  debido a que los actores armados les obligaron a abandonar su territorio ancestral en el Alto Andagueda,  municipio de Bagadó en Choco. Según la Agencia de la ONU para los refugiados, ACNUR, desde 1997 más de 170.000 indígenas fueron desplazados en Colombia. La historia de Rosita encarna la paradoja de ser indígena en la ciudad por culpa de la guerra.

La familia de Rosita al igual que muchas otras, vive en viejas casonas republicanas convertidas desde los años sesenta en inquilinatos de pobres, donde se paga diariamente doce mil pesos por un cuarto oscuro de frías y gruesas paredes.  Ellas y él fueron aprendiendo poco a poco, la dureza del andén,  los vértigos del semáforo y la fuerza de los ríos de gente. Durante algunos meses recibieron apoyos en comida y atención médica por parte de los organismos humanitarios, pero con el paso de los meses se fueron convirtiendo en los nuevos habitantes de esa enorme urbe donde llaman la atención por su aspecto y su lengua nativa. Las mujeres son vendedoras de las artesanías que fabrican diariamente con chaquiras e hilos de colores, en jornadas que comienzan muy temprano en una esquina de la carrera once y terminan con la llegada de la noche.

El llanto de Rosita se oyó por primera vez en un hospital al sur de Bogotá a finales del 2010. A diferencia de sus hermanos mayores, ella no tiene su ombligo enterrado en la casa ancestral, y su mamá la parió en medio de enfermeras y médicos desconocidos que no le devolvieron el pedazo de cordón sagrado que la alimentó  durante nueve meses en el vientre materno. Hasta los cuatro años estuvo al cuidado de su tía, sus primas y su madre, y aprendió con ellas  la lengua Embera,  por eso el castellano es su segundo idioma de uso. Actualmente asiste a grado primero en una escuela pública cerca al cementerio central. La profesora de Rosita dice que es muy difícil trabajar con la niña, pues ella es muy callada, y como no la prepararon en un preescolar, participa poco, no juega con los otros niños  y no habla bien el español. Al principio los demás niños y algunas niñas se burlaban de ella por su pelo y la forma como viste la tía que la recoge a la salida de la escuela.

A Rosita le gusta cantar cuando está en su casa, y repite las tonadas que hablan de la casa grande de madera y la papa china que nunca ha probado; pero cuando está en la escuela su voz se apaga por horas enteras.   A la mamá de Rosita le ha tocado soportar muchos rechazos   “por hablar mal” el castellano y dice que no quiere que a sus hijos les pase igual, así que deben ir a una “escuela normal” como todos los demás, y entender bien la vida en la ciudad para que no los discriminen. Es una mujer joven que recuerda con tristeza el día en que salieron, huyendo al amanecer, con sus hijos pequeños y una caja con lo que se pudo empacar en medio de la oscuridad. Primero llegaron a Pereira pero no les gustó y se asustaron cuando una paisana les contó que se robaban mucho a los niños, entonces se enteraron que el maestro que había salido amenazado hacia unos meses estaba en Bogotá, junto con otras familias de esa misma comunidad, así que siguieron su trashumancia vendiendo collares y pidiendo ayuda en las esquinas.       

Han pasado dos décadas desde que se reconocieron en Colombia los derechos colectivos de los pueblos indígenas y  sin embargo el panorama es desolador. Desterrados en las ciudades,  sobreviven de manera increíble intentando mantener parte de su cultura y haciéndose a un lugar en esa selva de asfalto que a diferencia de la suya, no es generosa, asusta y no da comida.  


 

La importancia de universidades interculturales indígenas



http://storage.googleapis.com/men-files/54/fi_name_archivo.53080.pdf

América Latina y el Caribe es el lugar del mundo con mayor diversidad  cultural. Somos 600 millones de habitantes de los cuales el 10% son indígenas y el 25% afrodescendientes.  Se trata de más de 400 grupos étnicos que sobreviven en medio de pobreza y desigualdad. De estos 210 millones, la mitad son niños, niñas y adolescentes menores de 18 años. Habitamos un lugar del planeta que demanda el derecho a la diferencia con dignidad y una escuela para aprender a vivir juntos.
Por los informes oficiales sabemos, que la educación pública en muchos de nuestros países, enfrenta una grave crisis de pertinencia y eficacia. No sólo se trata de los problemas históricos del acceso y la calidad, sino que se suma a esta realidad, el reto de ofertar programas capaces de responderle a un continente hecho a punta de culturas, lenguas y tradiciones diversas. Así las cosas el modelo de la “misma escuela para todos” que se inventó a finales del siglo XIX el general Francisco de Paula Santander, parece que le llegó fecha de vencimiento. O al menos eso fue lo que se definió en la Constitución de 1991 y en la Ley General de Educación de 1994, cuando se reconoció la educación como derecho de la sociedad y la etnoeducación como derecho de los grupos étnicos. Han pasado 21 años desde que se promulgó el marco jurídico para una educación democrática, pluralista, con justicia social y no discriminadora en Colombia. Sin embargo el modelo económico neoliberal que gobierna a la pedagogía y a todas las ciencias, impuso reglas según las cuales la educación es un molde estandarizado que se aplica a todos y a todas por igual, a pesar de sus diferencias sociales, culturales y económicas. Así que todos aprenden lo mismo para parecerse más al centro del país y menos así mismos. Se trata de la estandarización de las pruebas censales, los textos escolares y los horarios de clase. Aun no contamos con un sistema educativo pluralista que atienda las demandas de una nación diversa y diferenciada. Lo que se hace en Bogotá se convierte en la medida obligada para el resto de los territorios, así que el centralismo de la política educativa nos tiene extraviados con la paradoja de ser “cola de león o cabeza de ratón”.  
Los pueblos indígenas y afrodescendientes se ocupan hace años de defender su derecho a una educación propia y una educación no racista. Es una ardua labor de casi cuatro décadas que ha dado vida a importantes proyectos, reconocidos a nivel nacional e internacional como Casita de Niños en Buenos Aires y el CECIDIC en Toribio. 
En el 2003 se creó la Universidad Autónoma Intercultural Indígena (UAIIN) del Consejo Regional Indígena del Cauca, y en el 2011 la Misak Universidad en el territorio de Guambia.  Son procesos alternativos en educación superior, que intentan articular universidad y saberes propios para que los y las estudiantes accedan a un conocimiento menos eurocentrado y más cercano al pensamiento latinoamericano y de los pueblos originarios. En estas universidades interculturales se busca que las lenguas indígenas adquieran su estatus como lenguas oficiales, para que se hablen y se escriban. También se pretende dignificar a las sabedoras y mayores como orientadores fundamentales en la formación espiritual de las personas. Estas dos universidades han planteado la urgencia de encontrar salidas a la crisis global civilizatoria  cuyos orígenes también  reposan, en el modelo educativo individualizante que nos convirtió en competidores de especie y devoradores de nuestro planeta. Para sus propósitos la UAIIN desarrolla programas interculturales en derecho,  producción,  pedagogía,  salud y comunicación; por su parte la Misak Universidad promueve encuentros de sabedores, salvaguarda de semillas propias y recuperación de la historia.
Las universidades indígenas e interculturales son una opción muy importante entre las muchas que requerimos para compensar la asimetría que produjo el embudo de cinco siglos de exclusiones. También está el camino de los programas y los cupos especiales en las universidades convencionales, donde indígenas y afrodescendientes reclaman acceso con reconocimiento de sus diferencias. Las primeras y las segundas son necesarias, complementarias y legítimas, ponerlas en oposición es un falso dilema que alimenta las desigualdades educativas.