viernes, 20 de octubre de 2017

La memoria del conflicto como justicia curricular en la Universidad

A la mamá de Pedro no le gusta hablar mucho de cuando vivían en Puerto Merizalde y casi siempre dice: “no hay mal que por bien no venga, vea nosotros salimos corriendo asustados y pensando que se nos acababa la vida, pero a la larga la vida nos mejoró aquí en Popayán y ya después de tantos años cuando uno ya ha levanta'o cabeza, ya no mira pa'trás y agradece a mi Dios por todo lo bueno”.

La familia de Pedro salió desplazada a comienzos de este sigo debido a las matanzas y presiones que los grupos armados ejercieron sobre campesinos, indígenas y comunidades afrocolombianas en esa orilla de mar y montaña que conocemos como la región del Naya. El padre de Pedro murió en medio del fuego cruzado y no tuvo la oportunidad de ver crecer a sus hijos menores.

Han pasado quince años desde el día en que Pedro, su mamá, una tía y dos hermanas llegaron a dormir en un albergue al sur de la ciudad. Huían de todo lo que les recordaba el horror de lo vivido, huían de la guerra que sucedía en un país que no sabía que tenía una guerra. Sus nombres y apellidos se encuentran en las listas de las personas que figuran como víctimas del desplazamiento forzado en Popayán. También hacen parte de la base de datos de las familias que lograron una casa con el programa que el gobierno de Santos puso en marcha.

Pedro es el primero de su familia extensa, materna y paterna, en llegar a la Universidad, así que es una especie de símbolo para las varias generaciones de agricultores, pescadores, campesinos, aserradores de selva y comerciantes de madera que no pudieron ingresar a la escuela, pero aspiran a que sus hijos si lo hagan.

La familia de Pedro es alegre y unida y han logrado en esta ciudad hacerse a un lugar. La mamá trabaja como cocinera en un restaurante muy concurrido en el centro de la ciudad y las hermanas son vendedoras de verduras y frutas en la galería de la calle 13. La mayor de ellas tiene 25 años y convive con un paisano de Timba con quien tiene un hijo de seis años. La otra hermana es la menor, tiene 18 años y estudia grado noveno en un colegio cerca a su casa en Lomas de Granada.

Cuando llegó la hora de escoger la carrera que seguiría en la Universidad, la familia insistió en que lo mejor era estudiar para ser maestro y asegurar de ese modo un empleo estable. Pedro cursa actualmente quinto semestre en la universidad pública y a pesar de su entusiasmo por el estudio, pasa muchas dificultades para solventarse el transporte y los gastos en fotocopias y trabajos escritos.

Hace unos meses en uno de sus cursos de licenciatura, Pedro tuvo que preparar con dos compañeros más, una exposición sobre la pedagogía y la educación para la Paz. Investigaron en internet algunas cosas y se decidieron por una lectura de un autor español que propone unas estrategias para llevar la educación para la paz al aula. El esmero del grupo se plasmó en las doce diapositivas sobre las consecuencias de las dos guerras mundiales en las sociedades europeas y la importancia de hablar sobre esos sucesos en la escuela para que las nuevas generaciones no repitan los mismos errores. Los compañeros y los profesores de Pedro no conocen su historia, en parte porque él siente temor que lo asocien con los grupos armados.


Labrar la memoria del conflicto colombiano seguramente es una de las grandes tareas que nos queda en las Universidades del siglo XXI. Quienes han investigado en este ámbito de la violencia saben muy bien que producir memoria sobre el dolor de la guerra es una labor de largo plazo. Con el paso del tiempo es posible superar la emocionalidad traumática de lo vivido y comprender los eventos. Con el paso de los años todo parece más claro, incluso para quienes en condición de víctimas viven la doble situación de querer olvidar y reclamar la verdad.

En regiones como el Cauca tenemos un compromiso enorme con la producción de la memoria política del conflicto que durante todo el siglo XX definió la historia de comunidades indígenas, afrodescendientes, campesinas y de pobladores urbanos. Y en ese sentido, la Universidad puede promover desde su hacer cotidiano en las aulas lo que el autor catalán Jurgo Torres (2011) denomina la “justicia curricular”, que no es otra cosa que poner en el centro de lo que se enseñanza nuestra propia historia social y cultural entendiendo que, durante mucho tiempo, hemos puesto en el centro de la enseñanza la historia de otros que consideramos trascendentes e importantes y con de este modo hemos silenciado conocimientos sobre nuestro devenir. La justicia curricular invita a descolonizar la memoria colectiva y cosechar la memoria de los pueblos que no han contado su versión sobre los hechos, este el caso de las comunidades y grupos que durante cuatro décadas sufrieron y padecieron las múltiples violencias que suscitó el conflicto por el control territorial en muchas regiones de Colombia, como la tierra de donde viene desplazada la familia de Pedro.

La construcción de la Paz que ahora mismo ocupa al estado y la sociedad colombiana depende en gran medida de lograr el compromiso con la verdad, la justicia y la no repetición. Estos ideales se recogen de modo emblemático en la propuesta de acciones para la dignificación y la reparación de las víctimas. En la Universidad podemos contribuir de modo muy importante con este proceso siempre y cuando podamos reconocer las marcas del conflicto en muchos de los miles de estudiantes que acuden a diario a las Facultades. 

La justicia curricular puede ser un buen camino  para una sociedad que termina un conflicto violento y da el paso histórico de perdonar y producir verdad sobre lo sucedido.  Se trata de una delicada tarea artesanal que demanda cientos de horas, mucha sensibilidad hacia el dolor del otro y una gran empatía moral con las víctimas. Eso es algo que podemos cultivar diaria y cotidianamente en la Universidad, la que transcurre en las aulas y en los espacios formativos, en las paredes y en los anuncios institucionales. Es tal vez un modo concreto de iniciar la educación superior del posconflicto, aceptando que muchas de las víctimas son nuestros compañeros en la cafetería o en el auditorio donde se realizan las grandes conferencias.


Bibliografía

Centro Nacional de Memoria Histórica (2013) ¡Basta Ya! Colombia: Memoria de guerra y dignidad.  Informe general Grupo de memoria Histórica. Colombia, Bogotá: Imprenta Nacional.

Torres Santomé J. (2011) La justicia curricular. El caballo de Troya la cultura escolar. España, Madrid: Ediciones Morata





martes, 5 de septiembre de 2017



El santo oficio de prohibir

Elizabeth Castillo Guzmán

Septiembre de 2017



Hace 28 años Colombia recibió la visita el Papa Juan Pablo II. Su llegada se convirtió en un poderoso calmante espiritual ante las tremendas circunstancias de violencia política que se vivía en muchas regiones y ciudades. Para entonces el Cauca era una región convulsionada por la presencia de guerrillas y grupos armados que le habían convertido en “zona roja”. Campesinos, indígenas y comunidades negras habían comenzado desde décadas anteriores, trascendentales procesos organizativos que reivindicaban el derecho a la tierra, la educación y la cultura, en un departamento con fuertes rasgos de feudalismo.



En el norte del Cauca, el CRIC promovía desde los años setenta la recuperación de las tierras de resguardo y el empoderamiento de las comunidades, por esta razón se convirtió en enemigo de la clase terrateniente y muchos de sus líderes fueron víctimas de persecuciones y asesinatos, como el del  sacerdote Alvaro Ulcué Chocué ocurrido en 1984. El querido Nasa Pal, como se le conocía, lideró junto con los cabildos de Toribio, Tacueyo y San Francisco un importante proceso organizativo, cuyos herederos fueron reconocidos a finales del siglo veinte, como maestros de la sabiduría por parte de la Unesco. Así las cosas, la visita del Papa a Popayán representaba un acontecimiento central en la confrontación de dominio terrateniente que vivían las poblaciones en su relación con la clase política y el orden gubernamental del departamento.



Popayán recién se recuperaba del terrible terremoto de 1983 que dejó trescientos muertos, más de diez mil damnificados y gran parte de su patrimonio colonial destruido. Vino entonces la oportunidad de ser ciudad anfitriona de la visita del máximo jerarca de la iglesia Católica y el 3 de julio de 1986 se vistió con su mejor gala para la peregrinación papal. Dos indígenas, Camilo Chocué y Guillermo Tenorio fueron escogidos por el clero local, para intervenir en la liturgia que tendría lugar hacia el mediodía, en un sitio a campo abierto. Un evento alteró el libreto previsto para la celebración litúrgica. En medio de la celebración, y mientras Tenorio leía el mensaje que los pueblos indígenas habían preparado para denunciar la tremenda situación de abandono y opresión que vivían en la región,  el sacerdote Gregorio Caicedo arrebató el micrófono al indígena porque estaba dando a conocer una versión “no autorizada”, cuyos apartados más fuertes habían sido borrados por el comité encargado de revisar los documentos que se leerían en la vista papal. Juan Pablo II se acercó y abrazó al joven indígena diciéndole que le pediría después que leyera lo que había hecho falta leer de su “carta prohibida”.

 

Tenorio, que en aquel entonces tenía 38 años y había sido formado en el proyecto Nasa de la mano del padre Ulcué, dio a conocer al mundo católico de todos los continentes la reclamación indígena por la larga historia de evangelización y despojo. Tenorio había comenzado su lectura con el siguiente texto:



"América india, de modo especial las comunidades indígenas de Colombia y este pueblo que hoy se ha congregado, se alegra con su presencia y le presenta una calurosa bienvenida al que camina por el mundo con la paz de Cristo, a Su Santidad Juan Pablo II.



Su visita es una voz de aliento. Las comunidades indígenas apreciamos su palabra y su compañía. Ya en México, Ecuador y Perú, ha tenido la oportunidad de conocer la situación de las comunidades indígenas de América y nosotros en Colombia,  al igual que en todo el territorio latinoamericano, queremos que su voz se haga sentir, que su presencia manifiesta claramente su compañía y que sus mensajes lleguen a todos clamando: el respeto por la dignidad de los pueblos, y a solución a las situaciones y necesidades por encima de los intereses económicos.



Dentro de pocos años estaremos celebrando los 500 años de la llegada del conquistador a nuestras tierras. Muchos hechos han pasado y han dejado huellas en el destino de nuestros pueblos; para nosotros los indígenas ha sido un vuelco total en nuestra historia. Cumplimos 500 años de una historia hecha del silencio, del dolor, del desprecio, de la marginación y del martirio desconocido porque es martirio de indio. Contamos con una historia de lucha que ha sido de vida o muerte para nuestra cultura. Muchos hermanos han sucumbido frente a la agresión sin piedad del conquistador y muchos nos hemos mantenido en pie".



Colombia recibe por estos días la primera visita papal en este nuevo siglo. Hemos pasado por trágicos sucesos durante estas últimas décadas. Recién Mocoa quedó arruinada a causa de la desidia gubernamental para esta parte del país. La crudeza de la guerra que recién término, dejó más de ocho  millones de víctimas reconocidas oficialmente, entre quienes se cuentan  familias desplazadas, viudas, huérfanos, secuestrados, familiares de personas asesinadas, desaparecidas y falsos positivos, mujeres, homosexuales y transgeneristas abusados sexualmente,  mutilados por minas antipersonales y torturados.


Con una débil esperanza en el cumplimiento de los acuerdos de La Habana y una paz amenazada por la corrupción y las ideologías de extrema derecha, el país se viste de colores sacros para atender a Francisco I. Villavicencio será el lugar del encuentro del Papa con las víctimas. Ojalá las cartas prohibidas sean cosa del pasado y esta vez las víctimas puedan hablar y denunciar el horror que han vivido, para que los cerca de mil doscientos millones de devotos seguidores de Cristo y su iglesia se comprometan solidariamente con su causa.