El espejo del 21 de marzo
Elizabeth
Castillo Guzmán
Marzo 22 de 2015
Lady
Johanna tiene catorce años, es afrodescendiente y vive en Bogotá, en un
inquilinato en la zona de Bosa. Su familia salió desplazada en el 2009 del alto
Baudó, Choco. No tuvieron tiempo de nada, solo empacaron lo que pudieron y
salieron a buscar en la gran ciudad una segunda oportunidad. Ahora tienen como
pagar una pieza y darle de comer a cinco bocas. Lady estudia en un colegio
distrital a media hora de su casa. Está aburrida porque no tiene amigos, porque no
tiene plata para pagar un alisado de pelo que cuesta 12.000 en una sala de
belleza. Lady cree que su pelo crespo y ensortijado es un problema, que es más
bonito el pelo alisado, que de ese modo las muchachas no parecen tan “negras”.
La historia de Lady es una de cientos de las que se viven diariamente en nuestro país y que expresan la ideología de una sociedad que ha construido en su paso por el tiempo unos cánones sobre la belleza, la fealdad y el valor de las personas según su raza o su tono de su piel. Las estadísticas no mienten, Francisco Santos en el 2009, siendo vicepresidente, reconoció que en Colombia se discrimina a las personas por su condición racial, cuando se trata de seleccionar candidatos o candidatas para un empleo.
Este 21 de marzo se conmemoraron 55 años de la masacre de Sharpeville, ocurrida durante una protesta pacífica contra una de las tantas normas que el apartheid sudafricano impuso durante su oscuro período de racismo de Estado. En 1966 la ONU declaró esta fecha como el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial.
El 21 de marzo no es un día festivo ni un motivo de celebración, es más bien una marca en el medidor del tiempo para caer en cuenta de las tremendas consecuencias que el racismo ha producido en nuestras sociedades.
El racismo es una palabra fuerte e incómoda, es un sonido que retrotrae una larga e inaceptable historia de inmoralidades cometidas durante más de dos siglos en tierras colonizadas con la doctrina católica. Seguramente por esa razón casi todos y todas sabemos de algún modo, que ser “racista” es algo moralmente reprochable, sobre todo porque su origen reside en la perversa idea de la superioridad racial, idea reprochable hoy día, pero que sirvió para justificar el secuestro y la trata comercial de millones de personas africanas, así como su inhumana explotación para producir casi toda la riqueza del período colonial que podemos constatar en el patrimonio cultural de ciudades como Cartagena y Popayán, por ejemplo.
El racismo, el de antes y el de ahora nos ha empobrecido en muchos sentidos. Ha impedido en América Latina, con una población de 300 millones de afrodescendientes, configurar procesos identitarios más ricos y experiencias políticas más plurales, y nos ha extraviado en los espejos de una herencia europea añorada y escurridiza.
Las razones que llevaron a las
Naciones Unidas a declarar el 21 de marzo como “Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial” constituyen
una sombra reciente. Si bien es cierto Colombia es una nación que se ha
declarado democrática y respetuosa de la diversidad étnica y cultural, en
materia de indicadores de calidad de vida pareciera que venimos de un largo apartheid.
Los mayores índices de pobreza y analfabetismo se concentran entre las
poblaciones afrodescendientes, y más específicamente en el ámbito de las
mujeres. De cada 10 personas en situación de desplazamiento, 3 son de origen
afrocolombiano, pero de cada 100 universitarios solo una persona pertenece a
este grupo poblacional. Estas cifras demuestran que estamos lejos de la
igualdad de oportunidades, y que la asimetría que se produjo durante la etapa de
esclavización y ausencia total de derechos civiles, todavía no ha sido resuelta.
Quienes laboramos en el sistema educativo podemos promover actos cotidianos de reparación moral que reviertan el poder del chiste, el apodo o la burla que inferioriza a las personas por su condición racial y cultural. También tenemos la autoridad del saber para dignificar por medio de la enseñanza, a quienes han sido invisibles y estereotipados en la historia escolar.