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Rosita tiene cinco años y nació en Bogotá. Vive con una tía
abuela, dos hermanos de 14 y 15 años, dos primas mayores, su padre y su madre. Pertenece
a la comunidad indígena Embera Katio que desde el año
2008 comenzó su lento y doloroso destierro hacia la capital del país, debido a que los actores armados les
obligaron a abandonar su territorio ancestral en el Alto Andagueda, municipio de Bagadó en Choco. Según la Agencia de la ONU para los refugiados,
ACNUR, desde 1997 más de 170.000 indígenas fueron desplazados en
Colombia. La historia de Rosita encarna la paradoja de ser indígena en la
ciudad por culpa de la guerra.
La familia de Rosita al igual que muchas otras, vive en viejas
casonas republicanas convertidas desde los años sesenta en inquilinatos de
pobres, donde se paga diariamente doce mil pesos por un cuarto oscuro de frías
y gruesas paredes. Ellas y él fueron
aprendiendo poco a poco, la dureza del andén,
los vértigos del semáforo y la fuerza de los ríos de gente. Durante
algunos meses recibieron apoyos en comida y atención médica por parte de los
organismos humanitarios, pero con el paso de los meses se fueron convirtiendo
en los nuevos habitantes de esa enorme urbe donde llaman la atención por su
aspecto y su lengua nativa. Las mujeres son vendedoras de las artesanías que
fabrican diariamente con chaquiras e hilos de colores, en jornadas que
comienzan muy temprano en una esquina de la carrera once y terminan con la
llegada de la noche.
El llanto de Rosita se oyó por primera vez en un hospital al sur
de Bogotá a finales del 2010. A diferencia de sus hermanos mayores, ella no
tiene su ombligo enterrado en la casa ancestral, y su mamá la parió en medio de
enfermeras y médicos desconocidos que no le devolvieron el pedazo de cordón sagrado
que la alimentó durante nueve meses en
el vientre materno. Hasta los cuatro años estuvo al cuidado de su tía, sus
primas y su madre, y aprendió con ellas la lengua Embera, por eso el castellano es su segundo idioma de
uso. Actualmente asiste a grado primero en una escuela pública cerca al
cementerio central. La profesora de Rosita dice que es muy difícil trabajar con
la niña, pues ella es muy callada, y como no la prepararon en un preescolar,
participa poco, no juega con los otros niños
y no habla bien el español. Al principio los demás niños y algunas niñas
se burlaban de ella por su pelo y la forma como viste la tía que la recoge a la
salida de la escuela.
A Rosita le gusta cantar cuando está en su casa, y repite las
tonadas que hablan de la casa grande de madera y la papa china que nunca ha
probado; pero cuando está en la escuela su voz se apaga por horas enteras. A la mamá de Rosita le ha tocado soportar muchos
rechazos “por hablar mal” el castellano
y dice que no quiere que a sus hijos les pase igual, así que deben ir a una “escuela
normal” como todos los demás, y entender bien la vida en la ciudad para que no
los discriminen. Es una mujer joven que recuerda con tristeza el día en que salieron,
huyendo al amanecer, con sus hijos pequeños y una caja con lo que se pudo
empacar en medio de la oscuridad. Primero llegaron a Pereira pero no les gustó
y se asustaron cuando una paisana les contó que se robaban mucho a los niños, entonces
se enteraron que el maestro que había salido amenazado hacia unos meses estaba
en Bogotá, junto con otras familias de esa misma comunidad, así que siguieron
su trashumancia vendiendo collares y pidiendo ayuda en las esquinas.
Han pasado dos décadas desde que se reconocieron en Colombia los
derechos colectivos de los pueblos indígenas y sin embargo el panorama es desolador.
Desterrados en las ciudades, sobreviven
de manera increíble intentando mantener parte de su cultura y haciéndose a un
lugar en esa selva de asfalto que a diferencia de la suya, no es generosa,
asusta y no da comida.