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América Latina y el Caribe
es el lugar del mundo con mayor diversidad cultural. Somos 600 millones de habitantes de
los cuales el 10% son indígenas y el 25% afrodescendientes.
Se trata de más de 400 grupos étnicos que sobreviven en medio de
pobreza y desigualdad. De estos 210
millones, la mitad son niños, niñas y adolescentes menores de 18 años.
Habitamos un lugar del planeta que demanda el derecho a la diferencia con
dignidad y una escuela para aprender a vivir juntos.
Por los informes oficiales sabemos, que la
educación pública en muchos de nuestros países, enfrenta una grave crisis de
pertinencia y eficacia. No sólo se trata de los problemas históricos del acceso
y la calidad, sino que se suma a esta realidad, el reto de ofertar programas
capaces de responderle a un continente hecho a punta de culturas, lenguas y
tradiciones diversas. Así las cosas el modelo de la “misma escuela para todos”
que se inventó a finales del siglo XIX el general Francisco de Paula Santander,
parece que le llegó fecha de vencimiento. O al menos eso fue lo que se definió en
la Constitución de 1991 y en la Ley General de Educación de 1994, cuando se
reconoció la educación como derecho de la sociedad y la etnoeducación como
derecho de los grupos étnicos. Han pasado 21 años desde que se promulgó el
marco jurídico para una educación democrática, pluralista, con justicia social
y no discriminadora en Colombia. Sin embargo el modelo económico neoliberal que
gobierna a la pedagogía y a todas las ciencias, impuso reglas según las cuales
la educación es un molde estandarizado que se aplica a todos y a todas por
igual, a pesar de sus diferencias sociales, culturales y económicas. Así que
todos aprenden lo mismo para parecerse más al centro del país y menos así mismos.
Se trata de la estandarización de las pruebas censales, los textos escolares y
los horarios de clase. Aun no contamos con un sistema educativo pluralista que
atienda las demandas de una nación diversa y diferenciada. Lo que se hace en
Bogotá se convierte en la medida obligada para el resto de los territorios, así
que el centralismo de la política educativa nos tiene extraviados con la
paradoja de ser “cola de león o cabeza de ratón”.
Los pueblos indígenas y afrodescendientes se
ocupan hace años de defender su derecho a una educación propia y una educación
no racista. Es una ardua labor de casi cuatro décadas que ha dado vida a importantes
proyectos, reconocidos a nivel nacional e internacional como Casita de Niños en
Buenos Aires y el CECIDIC en Toribio.
En el 2003 se creó la Universidad Autónoma
Intercultural Indígena (UAIIN) del Consejo Regional Indígena del Cauca, y en el
2011 la Misak Universidad en el territorio de Guambia. Son procesos alternativos en educación
superior, que intentan articular universidad y saberes propios para que los y
las estudiantes accedan a un conocimiento menos eurocentrado y más cercano al
pensamiento latinoamericano y de los pueblos originarios. En estas
universidades interculturales se busca que las lenguas indígenas adquieran su
estatus como lenguas oficiales, para que se hablen y se escriban. También se
pretende dignificar a las sabedoras y mayores como orientadores fundamentales
en la formación espiritual de las personas. Estas dos universidades han
planteado la urgencia de encontrar salidas a la crisis global civilizatoria cuyos orígenes también reposan, en el modelo educativo individualizante
que nos convirtió en competidores de especie y devoradores de nuestro planeta.
Para sus propósitos la UAIIN desarrolla programas interculturales en derecho, producción,
pedagogía, salud y comunicación;
por su parte la Misak Universidad promueve encuentros de sabedores, salvaguarda
de semillas propias y recuperación de la historia.
Las universidades indígenas e interculturales
son una opción muy importante entre las muchas que requerimos para compensar la
asimetría que produjo el embudo de cinco siglos de exclusiones. También está el
camino de los programas y los cupos especiales en las universidades
convencionales, donde indígenas y afrodescendientes reclaman acceso con
reconocimiento de sus diferencias. Las primeras y las segundas son necesarias,
complementarias y legítimas, ponerlas en oposición es un falso dilema que
alimenta las desigualdades educativas.
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