Elizabeth Castillo Guzmán
Universidad del Cauca
Popayán, enero 29 de 2016
“Nadie puede
enseñar lo que no ama, aunque se sepa todos los manuales del mundo, porque lo
que comunica a los estudiantes no es tanto lo que dicen los manuales, como el
aburrimiento que a él mismo le causan. Y ante las fórmulas más brillantes de
los filósofos, antiguos o modernos, no cosechará más que bostezos. El que
enseña no puede comunicar lo que no ama”
(Carta de Estanislao Zuleta a los maestros, 1989)
Desde finales del siglo XIX, cuando surge como política
educativa, la formación de los maestros en Colombia ha sido potestad de las
escuelas normales superiores y las facultades de educación de las universidades.
Unas y otras han sido a lo largo de la historia educativa nacional[1], las
instituciones autorizadas para
orientar, investigar, evaluar, reformar y direccionar la formación docente y la
pedagogía como disciplina fundante del oficio. Luego durante buena parte del
siglo XX, la formación inicial del docente se entendió como su escolarización
temprana con fines magisteriales. Para este propósito, las escuelas normales
superiores y sus internados fungieron como el molde para cultivar la vocación
magisterial. Así se configuró al paso del tranvía y la modernidad, la figura
del maestro como un ser casi religioso, cuyo noble oficio implicaba votos de
pobreza. Nuestra literatura nacional registra bellamente las aventuras y
epopeyas de señoritas que murieron vírgenes en escuelas a donde nunca llego la
electricidad, o de solterones católicos que defendieron sus pizarras y sus
libros del fuego y la furia de las venganzas bipartidistas.
A las puertas de las
primeras escuelas del siglo XX llegaron hombres y mujeres iluminados por la fe
en la educación, convencidos de la trascendencia de su oficio en la historia y
con la “Alegría de leer” como texto perenne. Un siglo después llegarían a los
nuevos edificios escolares, y en sus aulas, profesionales universitarios, seleccionados
bajo parámetros psicotécnicos y duras pruebas de conocimiento. Ellas y ellos menos
ilusionados que sus antecesores, ocuparon un lugar viejo y contemporáneo a la
vez, que la política educativa ha moldeado, destruido y reinventado, siempre
con la imposibilidad de resolver del todo la fórmula que produce buenos
maestros a bajo costo.
Justamente en este
momento en el que comienza el debate sobre el decreto 2450, de reciente
expedición y cuyo objeto es regular la formación universitaria que se imparte
en los programas de licenciatura, me parece importante echar mano de la
historia para resaltar algunas ideas, algunos momentos y ciertas luchas que no
en vano tuvieron eco en el siglo XX, y que seguramente no se divulgan desde que
la educación dejo de ser un campo de
combate y se convirtió en una bolsa
de empleo en disputa.
La invención
del maestro como “sujeto de saber”
El surgimiento del Movimiento Pedagógico Nacional en los años ochenta produce una
transformación en las maneras de comprender la formación y el status del
maestro colombiano. En 1982 y bajo la dirección de la Federación Colombiana de
Educadores (Fecode), tiene lugar un movimiento gremial, político e
intelectual de los maestros y las maestras de toda la nación colombiana, que
produjo un ambiente de debate y reflexión en torno a la pedagogía y la
educación como ámbitos del saber y el oficio docente. Este proceso produjo
importantes episodios como la creación de la revista Educación y Cultura, la
realización de congresos pedagógicos y la definición de una plataforma de la
educación pública que fue materia
prima para la constituyente educativa
en 1991 y la posterior fundamentación de la Ley General de Educación en 1994
(CEID-FECODE, 2007: 33). Añado a este balance, el haber logrado visibilizar al
maestro y la maestra como sujetos políticos en la arena de los movimientos
sociales de finales del siglo XX.
En el contexto de esta movilización, se plantea una dura
crítica a los enfoques y las políticas oficiales de formación del maestro colombiano,
insistiendo en su negativo impacto en cuanto a su auto-representación como
intelectuales y profesionales de la pedagogía.
El surgimiento
del Movimiento Pedagógico debe conducir a las facultades de educación a una
rigurosa interrogación acerca de su ser intelectual. En primer lugar deben
preguntarse: ¿ha sido el saber difundido por las facultades de educación,
representativo del ser intelectual del maestro?
La crítica es una condición de toda transformación, ¿de qué nos puede
servir la mistificación de las viejas taras?
Entonces nuestra respuesta debe ser NO, un NO rotundo; porque si algo
pone en cuestión la función intelectual de las facultades de educación, es el
surgimiento del Movimiento Pedagógico.
Hagamos más
específico el cuestionamiento. El surgimiento del Movimiento Pedagógico pone en
cuestión la forma en que ciertos saberes son pensados y enseñados en las
facultades de educación. ¿Cuáles? La psicología evolutiva, la administración
educativa, la sociología de la educación, las tecnologías de la enseñanza, las
técnicas de investigación, los modelos estadísticos. No hablamos de eliminación
como podría pensar un inspector de escuela, hablamos de un reordenamiento, de
una nueva conceptualización, que sitúe
estas disciplinas del lado del maestro y no de aquellos que lo vigilan y
controlan (Zuluaga, 2002: 307).
Los aportes teóricos de estos y muchos otros debates,
contribuyeron sustancialmente para replantear, en el marco de la reforma constitucional de 1991, una nueva
concepción sobre la educación como derecho, el docente como profesional de la
educación[2]
y la pedagogía como campo fundante del saber y la práctica del magisterio.
Tanto en el bloque constitucional, como en la Ley General de Educación de 1994,
fue notoria la influencia del Movimiento Pedagógico en lo referido a su
fundamentación filosófica y conceptual. En materia de formación docente, por
ejemplo, el artículo 109 de la Ley 115 establece que dichos procesos tienen
como finalidad:
a) Formar un educador de la más
alta calidad científica y ética;
b) Desarrollar la teoría y la
práctica pedagógica como parte fundamental del saber del educador;
c) Fortalecer la investigación en
el campo pedagógico y en el saber específico, y
d) Preparar educadores a nivel de
pregrado y de posgrado para los diferentes niveles y formas de prestación del
servicio educativo.
El país había dado un paso adelante y reconocía el profesionalismo del
docente como resultado de un proceso sistemático, en el cual la pedagogía se
entendía como saber fundante. De una parte, los aportes de Fecode y el
Movimiento Pedagógico en la comprensión de la formación docente como un proceso
continuo, crítico y pedagógico, y de otra la normatividad expedida en esta materia, producen las condiciones de
posibilidad para una renovación en la manera de valorar y entender estos
procesos. En este punto vale la pena resaltar la centralidad que la pedagogía
como campo de saber y de práctica obtuvo en el conjunto de discursos, decretos
y planes referidos al tema de la formación docente en Colombia. Entre 1997 y
1998 se producen dos decretos[3],
que reglamentaron los postulados contenidos en la Ley General de Educación y
sentaron las bases para el Sistema Nacional de Formación de Educadores. Sus
contenidos se convirtieron “en referentes de primer
orden para las nuevas propuestas de formación” y en la plataforma de los
posteriores procesos de renovación curricular en las Facultades de Educación y
en las Escuelas Normales (Calvo, 2004).
A lo largo del documento que lo
sustenta, y de toda la propuesta sobre el Sistema Nacional de Formación de
Educadores, subyace la idea de que la calificación y mejoramiento de la
formación de los educadores es pieza fundamental en la consecución de la
calidad de la educación. Los alcances más significativos y concretos del
Decreto 272 son los referentes a la organización de los programas académicos en
educación. La introducción de los núcleos del saber pedagógico, básicos y
comunes como exigencias específicas en el contenido del currículo de
formación de formadores de las instituciones de educación superior, resulta
fundamental, puesto que los distintos programas, desde la aparición del
decreto, debieron reacomodarse de acuerdo con ellos de manera estructural
(Calvo, 2004: 34)
El magisterio colombiano ha tenido que enfrentar el
desmonte gradual del ideario establecido en la Ley 115. Como lo define
Rodríguez (2002), a finales de los años noventa empieza a cocinarse una
verdadera “contrareforma” que antepuso economía a pedagogía. La lógica
neoliberal de reducción de costos se impuso a los nobles propósitos de la
educación como derecho, ahora condicionada a la estandarización y las
competencias. Con la expedición de la ley 715 de 2001, se produce la
contra-reforma de facto, pues se
trata de una norma cuyo rasgo central es su incidencia
territorial en la administración del sistema escolar. Aunque no se trata de
una ley educativa, el ámbito de aplicación de la 715 incluye la contratación de
los maestros, el desarrollo curricular y las formas de evaluación escolar. El éxito de esta norma es que
condiciona el acceso a todos los
recursos de la educación pública, a la implementación de un esquema
estandarizado de cobertura, calidad y eficiencia del sistema en todo el país.
Así las cosas, los procesos normativos que dos décadas
atrás, pusieron a la pedagogía en el
centro de la cuestión sobre la formación docente, tuvieron que adaptarse poco a
poco a la presión de una política sostenida en la idea de lograr la calidad
aumentando cobertura a bajo costo, y con menos maestros. Las escuelas normales
empezaron su lento proceso de extinción en Colombia, y las facultades de
educación revirtieron sus esfuerzos, pues la formación inicial de maestros
perdió capacidad para competir en un nuevo milenio donde la ministra de turno
proclamó que “para ser docente no hacía falta dominar la pedagogía”. El decreto
1278 expedido en el año 2002[4]
estableció entonces en su capítulo II: “para ingresar al servicio
educativo estatal se requiere poseer título de licenciado o profesional
expedido por una institución de educación superior debidamente reconocida por
el Estado”.
El profesionalismo del educador enaltecido en 1994
pasó al archivo de la historia legislativa, y el decreto 272 de 1998 quedó
extinto por las vías de hecho. A partir de entonces, la gesta del Movimiento
Pedagógico, las escuelas normales superiores y las facultades de educación se ve lesionada de forma profunda e irreversible.
Se trata de un cambio de época. La pedagogía como saber del maestro, se suprime
y es prescindible en las nuevas políticas educativas que privilegian a “otras”
profesiones. Con menos de veinte años, la reforma del 94 y sus aspiraciones de dignificar y cualificar el oficio del
maestro en los programas de pedagogía, empezó su declive, y será en el
terreno de los grupos de investigación, los programas de posgrado y los
colectivos de docentes herederos del Movimiento Pedagógico, donde se anidarán
los terrenos de la resistencia al neoliberalismo educativo del siglo XXI. Un
claro ejemplo de ello han sido la Expedición
Pedagógica Nacional, la creación del IDEP en Bogotá, y la reciente apertura
del primer pregrado en Pedagogía en la Facultad de Educación de la Universidad
de Antioquia.
Sin pedagogía no hay calidad en la formación docente
Muchas de las personas encargadas
de diseñar las políticas educativas, dirigir y asesorar los ministerios de
educación, escribir los textos escolares que usan los docentes, programar las evaluaciones censales escolares,
organizar los planes de estudio de las licenciaturas e incluso dirigir y enseñar
en las facultades de educación, no conocen el oficio de ser maestro, tampoco
saben que la pedagogía es un campo de saber con una amplia producción teórica. Con títulos universitarios en todas las demás
disciplinas, pero con un limitado conocimiento de lo que es la enseñanza, muchas
de estas personas no conocen la escuela por dentro ni su funcionamiento, por
eso cometen tantos errores de cálculo y de táctica, que se pagan con los
impuestos que pagamos todas y todos.
Los maestros y las maestras son
las únicas personas que nunca se van de la escuela, por esta razón conocen las
limitaciones de las reformas producidas desde Bogotá, y profetizan los puntos
de quiebre de indicadores y variables que no pueden maniobrar con tanta pobreza
y marginalidad en las zonas más apartadas de los grandes centros urbanos. Este
es uno de los graves problemas que tenemos en Colombia, la desigual relación entre
política y pedagogía, entre tecnócratas y docentes. Para la muestra un botón: nuestras
tres últimas ministras de educación han sido economistas, sobra decir que aquí
en Colombia hizo carrera la idea según la cual la pedagogía no hace falta para
dirigir la educación pública en el segundo país más inequitativo de
América Latina
En el año 2014 la Fundación Compartir, esa misma que
entrega anualmente los premios a los mejores maestros en Colombia, realizó un
estudio titulado “Tras la excelencia docente ¿Cómo mejorar la
calidad de la educación de todos los colombianos?,
sustentado en una serie de comparaciones y mediciones entre calidad de la
educación (resultados de las pruebas Saber y Pisa), y el perfil de formación de
los docentes colombianos. Alejandro Alvarez (2014) advierte sobre el
reduccionismo economicista del estudio y el riesgo de las “recomendaciones” que
sugiere al Ministerio de Educación Nacional. Quiero citar algunos
planteamientos que considero esenciales para ponernos en antecedentes de la expedición del decreto 2450
de 2015.
El “Estudio Compartir” escogió otro camino.
Primero aplicaron fórmulas econométricas para comprobar si en Colombia el “factor
docencia” es o no determinante en la “calidad” de la educación. Y luego, una
vez comprobado esto, estableció cuáles son los maestros “buenos” y cuáles son
los “malos”, para determinar las medidas a tomar. Para ello cruzaron los
resultados de las pruebas Saber 11, en el área de matemáticas y lenguaje, con
datos referidos a los docentes (edad, pontaje en la prueba de ingreso, tipo de
escalafón al que pertenecen – 2277 o 1278 -, estudios de posgrado, profesional
formado como docente o no, tipo de vinculación laboral, entre otros)…
Una de las variables a la que le prestan especial
atención es a la de la formación de los maestros. Dedican un capítulo completo
a analizar la calidad de dicha formación en las Facultades de Educación.
Descartan analizar lo que sucede en las Escuelas Normales Superiores porque
consideran que allí no se deben formar los maestros. Esta será una de sus
recomendaciones que proviene de lo que llaman una evidencia empírica: “Nos
concentramos en la oferta de educación universitaria motivados por el hecho de
que en los países exitosos en calidad de la educación los docentes tienen como
mínimo formación universitaria de cuatro años (pp. 106)”
Así despachan más de un siglo de discusión
académica y pedagógica acerca de la pertinencia de la formación Normalista. Suponemos
que desconocen esta tradición y el inmenso legado que le han dejado estas
instituciones a la educación y a la pedagogía en Colombia (Alvarez, 2014: 24)
Una verdad de puño, es que en la
mayoría de las universidades colombianas las facultades de educación no son
consideradas las de mayor importancia, o al menos no tanto como aquellas donde
se forman ingenieros, abogados o médicos. Tampoco los resultados de las pruebas
ECAES obtenidos en sus programas de licenciatura son determinantes en la
definición de las mejores universidades. Desde finales de los años noventa el asunto de la formación pedagógica como ya
lo mencioné, quedo al garete, y en algunas universidades poco
importo el decaimiento del decreto 272, y la crisis resultante de concursos en
los cuales los licenciados quedaban por fuera y los profesionales de otros
campos accedían al empleo oficial en el magisterio.
El debilitamiento no es culpa solamente de los reformistas
neoliberales, también de quienes sin contar con autoridad académica “usurparon”
los lugares del saber pedagógico y redujeron el ámbito de la educación al
sentido común. Incluyo aquí a profesores que confundieron por décadas didáctica
y pedagogía, y pedagogía con metodología, o quienes llegaron en paracaídas a
estos programas universitarios para luego declararlos “cabeza de ratón” en el
ranking académico.
A finales del 2014 apareció la “Gallinita
de los Huevos de Oro” y como nunca antes en la reciente historia de
Colombia, el Ministerio de Educación Nacional (MEN) destinó un montón de recursos
económicos para financiar becas destinadas a la formación posgradual de
maestras y maestros de todas las regiones. Se abrió una convocatoria con una
meta gigantesca: 4.500 beneficiarios por un monto de 56.000 millones para el
2016, que se suman a las 3.000 becas otorgadas en el 2015 y atendidas por ocho
universidades públicas y nueve universidades privadas[5]. Visto así, el mercado de la “formación
docente” se inauguró oficialmente en Colombia, pues hasta entonces las
maestrías en educación sobrevivieron por el esfuerzo de estudiantes que
hipotecaban sus sueldos para pagar las altas matrículas, o la ardua tarea de
docentes que resistieron los peores embates y lograron sostener sus maestrías
con el respaldo de los grupos de investigación.
Mientras pasa el hito de las becas y los 56.000
millones, los programas de pregrado pasan a revisión de calidad y su “mayoría
de edad” será evaluada con la lupa neoliberal que exige alta calidad sin
invertir en ella. La increíble redacción del decreto 2450 y su lenguaje Icontec
busca prescribir la calidad de la formación docentes a criterios que durante
décadas el propio MEN desconoció. Ahora resulta que es de todo su interés, apretar
a las Licenciaturas para que obtengan su registro de alta calidad con
exigencias que ponen nervioso a más de
un universitario. Esto en un plazo que se vence el 9 de mayo, es decir en 16
semanas. Recientemente las grandes universidades privadas crearon programa de
licenciaturas -como en el caso del ICESI
y Los Andes- a donde llegaron a estudiar “los bachilleres más pilos” de los
municipios más pobres, que nuestra inquieta
ministra beco en el año 2015, para formarse como licenciados con doble
titulación y nuevo estrato socioeconómico. Ahora vendrá un nuevo slogan ¡Ser
licenciado de universidad privada, paga! Seguimos compitiendo en desigualdad de
condiciones en la aparente modalidad del aseguramiento de la calidad de la
educación superior.
Este episodio demanda también un ejercicio
autocritico por parte de las universidades. Al respecto hay preguntas para quienes
en calidad de decanas y decanos participaron en las sesiones de debate que
entre 2014 y 2015 ocurrieran entre ASCOFADE (Asociación de Facultades de
Educación) y el MEN. Interrogantes a quienes guardaron silencio sacro frente a
los borradores de esta reforma navideña,
que se suma a la desgracia de hacer ampliación de cobertura a costa de sobreexplotar
a catedráticos y profesores ocasionales con contratos de 4 meses, y soportando una ley 30 que nos empobrece
cada año con su obsoleta fórmula de financiamiento.
Más allá de las reacciones primarias contra el “estado
neoliberal" y sus sombras arbitrarias, deberíamos revisar con juicio el
decreto 2450, así como algunos de los debates promovidos a finales del siglo XX
por FECODE y algunos intelectuales, a propósito de las fundamentaciones
epistémicas y políticas de la formación de maestros en Colombia. Es urgente evaluar si hemos empeñado todos los
esfuerzos para lograr que en los programas de licenciatura estén los mejores y
los más comprometidos docentes con el campo de la pedagogía; valorar si existe en
nuestras licenciaturas una vocación académica en torno a este campo, o todavía sucede que
algunos docentes andan declarando como pedagogos a cuanto autor se les aparece,
como el triste celebre caso de Piaget, Vygotsky y Chomsky citados como tales en
más de un curso o una tesis de licenciatura.
El campo de la educación y la
pedagogía han sufrido una tremenda subalternización
por las políticas educativas neoliberales, la política crediticia del Banco
Mundial en materia educativa, la
soberbia eurocéntrica de las ciencias y las disciplinas “duras” que dominan los
currículos en muchas licenciaturas, y una cultura universitaria que olvida que
los grandes humanistas de este país se formaron en la Escuela Normal Superior
de la Universidad Nacional de Colombia, por allá en la década del cuarenta del
siglo pasado.
La frase de un colega
cercano, resume el complejo de
inferioridad subyacente: “Ahora estoy bien,
en un departamento donde formamos historiadores puros, no esos licenciados que ni saben de una cosa,
ni saben de la otra”.
Nos quedan pocos caminos. Uno de
ellos es dar el debate público sobre la situación estructural de las licenciaturas,
y replantearnos el lugar de la pedagogía en los planes y enfoques de formación
como un asunto urgente. El otro camino es seguir el oficio burocrático de
llenar formatos y decir “verdades a medias” y, para ello no hace falta pensar,
como diría Estanislao Zuleta en su célebre texto “El elogio a la dificultad”.
Bibliografía
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Colombia, en: Revista Educación y
Cultura No 25. Fecode, Bogotá.
(2010)
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Siglo del Hombre Editores, Colección Culturas y Pedagogías. Bogotá
(2013)
La Mirada Empresarial. A propósito del
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http://sutevalle.org/wp-content/uploads/2014/09/DOC.-COMPARTIR-LA-MIRADA-EMPRESARIAL-DE-LA-EDUCACI%E2%94%9C%D0%A3N-.pdf
Castillo,
Elizabeth (2014) “Pedagogía comunitaria y maestros
comunitarios indígenas. Un capítulo oculto en la historia de la formación
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Internacional de Integración del Convenio
Andrés Bello, Vol. VII, N° 1, Enero – Abril, Año 2014.
Henao, Octavio y Zapata, Teresita (1994) “La Formación de docentes para la educación básica en Colombia” En: Revista Interuniversitaria de Formación del
Profesorado. No 20, Mayo/Agosto 1994, Universidad de Zaragoza. Zaragoza,
pp. 37-4
Rodríguez, Abel (2002) La educación después de la constitución de 1991. De la reforma a
la contrarreforma. Bogotá, Cooperativa Editorial
Magisterio, Corporación Tercer Milenio.
Zuluaga Olga Lucía (2002) “Las
Facultades de Educación y el Movimiento Pedagógico”. En: Rodríguez Abel et al. Veinte Años del Movimiento Pedagógico
1982-2002. Entre mitos y realidades. Bogotá: Cooperativa Editorial
Magisterio- Corporación Tercer Milenio.
Zuleta,
Estanislao (1985) “La educación: un campo de combate”, en: Revista Educación y
Cultura No4, FECODE, Bogotá.
[1] Álvarez (1991), establece
tres momentos legislativos para enmarcar la
historia de las políticas de formación docente en Colombia. El primero
corresponde al período republicano y su
Decreto Orgánico de Instrucción Pública en 1870, el segundo se ubica con
relación a la promulgación de la Ley Orgánica de Educación en 1903, y el
tercero corresponde a la expedición de la Ley General de Educación de 1994.
[2] Entre las nociones contenidas en
esta Ley, se define al educador como “El
orientador, en los establecimientos educativos, de un proceso de formación,
enseñanza y aprendizaje de los educandos, acorde con las expectativas sociales,
culturales, éticas y morales de la familia y la sociedad” (Art. 104).
[3] Decreto 272 de Febrero de 1998 y Decreto 3012 de
Diciembre de 1997 reglamentarios de las
disposiciones sobre formación docente contenidas en los artículos 112,113 y 216
de la Ley General de Educación.
[4] Esta norma se conoce como el Estatuto de Profesionalización Docente, cuya función es regular “
las relaciones del Estado con los educadores a su servicio, garantizando que la
docencia sea ejercida por educadores idóneos, partiendo del reconocimiento de su
formación, experiencia, desempeño y competencias como los atributos esenciales
que orientan todo lo referente al ingreso, permanencia, ascenso y retiro del
servidor docente y buscando con ello una educación con calidad y un desarrollo
y crecimiento profesional de los docentes”. Decreto 1278 de 2002, Capítulo I.
[5]
http://www.mineducacion.gov.co/cvn/1665/w3-article-354824.html