El 15 de mayo se “celebra” el día del maestro. Se trata originalmente
de una fiesta católica, un sesgo confesional en la manera de reconocer
esta noble tarea. Vistos como apóstoles de la educación, el paso
siguiente fue pedirles votos de obediencia y pobreza. De allí deriva la
vieja representación del maestro como un ser noble pero pobre,
importante pero marginal. Una tremenda paradoja que se mantiene en
sociedades como la nuestra, donde se reconoce que la educación y, por
tanto, la labor pedagógica son fundamentales para lograr un mejor estado
de cosas, pero en la práctica solo reciben el castigo de recortes y
ajustes permanentes. Reconocimiento sin mejoramiento laboral, he allí
la tensión entre el apostolado devoto y el gremio organizado.
El
país presenció y apoyó o recriminó, desde distintas orillas, el paro
docente que tuvo lugar hace apenas unos días. Han pasado décadas de
marchas, huelgas y protestas con un común denominador, el oficio docente
se valora pero no se dignifica de modo concreto. Amén de algunas
administraciones de ciudades como Bogotá y Medellín, donde existen
políticas y programas que apoyan y financian la formación e
investigación pedagógica, en el resto del país, las entidades
territoriales carecen de recursos para este rubro. Gracias a la ley 715
del 2001, la educación pública quedó sometida a las matemáticas amañadas
de la descentralización, según las cuales “los que tienen más educan
mejor, y los que tienen menos, educan menos”. Cuatro gobiernos
neoliberales y ocho años de una ministra poco empática con el
magisterio, sepultaron la pedagogía y la declararon “saber caduco” para
concursos en los cuales el maestro pierde y el profesional gana. Esta
absurda medida tiró por tierra veinte años de trabajo de colectivos de
maestros, escuelas normales, grupos de investigación y facultades de
educación empeñadas en hacer del oficio del maestro y de su saber
pedagógico, un trascendental proyecto intelectual y un ejemplar
Movimiento Pedagógico.
Los maestros y las maestras son las únicas
personas que nunca se van de la escuela. Permanecen allí prácticamente
toda su vida. Seguramente por esa razón, al resto de los mortales se
nos hace tan fácil su oficio educador. Sus formas de enseñar, corregir,
castigar, calificar, moralizar, querer y educar a niños, niñas y jóvenes
son resultado de su trasegar por las aulas y los patios de recreo.
También de su reflexibilidad sobre el oficio cotidiano, su paso por
programas de posgrado, redes de investigación, colectivos docentes y
proyectos culturales. A pesar de esta verdad en el orden del saber y la
práctica pedagógica, la educación pública en Colombia se debate en la
vieja tensión entre política y pedagogía, entre tecnócratas y docentes.
Unos direccionan desde matrices y patrones de estandarización y ahorro
del gasto, y otro-as tramitan la política educativa con sus propias
coordenadas de contexto y de realidad pedagógica. En muchas geografías
de este país las escuelas y los maestros pertenecen a la tierra del
olvido, al realismo trágico del desmonte de la educación como derecho.
Muchos de quienes diseñan políticas educativas, dirigen y asesoran
ministerios de educación, escriben los textos escolares que usan los
docentes, diseñan las evaluaciones censales escolares, organizan los
planes de estudio de las licenciaturas e incluso dirigen y enseñan en
las facultades de educación tienen un conocimiento limitado de lo que es
la escuela y la pedagogía. Cada vez miro con mayor aterramiento la
presencia “extraña” en congresos y eventos de educación, de notables
personalidades académicas, que en justicia a la verdad, saben de
educación tanto o menos de lo que cualquier persona tiene por su propia
biografía escolar. Padecemos una suerte de subalternización epistémica y
social en el campo de la educación y la pedagogía. A diferencia de
otros campos del saber académico, en el nuestro cualquier profesional
venido de áreas cercanas o muy lejanas al debate pedagógico, asume
“autoridad intelectual” para hablar sobre educación y dar consejos a
maestros y maestras, así no tengan mucha idea del asunto.
La reforma
de la primera década del siglo XXI nos dejó muchos ingenieros y
profesionales de la salud sin vocación, ni formación pedagógica, pero
con estabilidad laboral en el aula. A esto se añade una empobrecida
formación política de las nuevas generaciones de docentes, un modelo de
“competencias” obsesivo que confunde medios con fines de la educación, y
la antigua sombra de la burocratización del oficio.
Es una historia larga y compleja, con mucha “desesperanza aprendida” e importantes lecciones de vida.
Sin embargo tenemos un motivo para celebrar este 15 de mayo. La
Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, una de las mejores
universidades públicas del país y el continente, acaba de abrir el
primer programa de pregado en Pedagogía. Ahora tendremos un espacio
académico con autonomía y autoridad disciplinar para formar a nuevas
generaciones de pedagogas y pedagogos que nos ayuden a superar estas
décadas de oscurantismo neoliberal y subordinación epistémica, que
promovieron la falsa idea que para ser maestro sólo hace falta contar
con el dominio de una disciplina específica.
La Universidad de
Antioquia y su equipo docente de la Facultad de Educación nos ofrece
una esperanza para este primer decenio del siglo XXI, donde prevalece la
metáfora “cabeza de ratón o cola de león” para calificar los lugares y
escenarios de importancia en la producción de conocimiento académico.
Nuestro oficio, nuestro campo de saber y nuestra condición histórica lo debemos dignificar sin tregua.
!Felicidades a todas y todos!