martes, 7 de junio de 2016
Las razones de la Minga desde la orilla de la ciudad
El marido de Ana Cecilia no pudo más con las deudas, y no consiguió quien le prestará más plata para seguir sembrando café, así que decidió que lo mejor era irse para Bogotá donde su primo, a trabajar en construcción y ver si de ese modo salía del atolladero. Le dijo a su mujer que empacara la ropa y algunos trastos, y se fue a finales del 2.013 en un bus rumbo a La Plata, sin saber que su vida cambiaría de modo irreversible. Salieron él, su mujer y sus tres niños, buscando al igual que muchos otros un mejor porvenir.
Clímaco es un indígena nasa sobreviviente de la avalancha de 1.994. Tenía 17 años cuando su resguardo quedó convertido en lodo, y se tuvo que ir a vivir en los límites entre el Cauca y el Huila. Terminó de hacerse adulto en esas nuevas tierras, aprendiendo el trabajo del café y los asuntos del Cabildo. Conoció a Ana Cecilia en el 2.000, y entonces se juntaron para compartir alegrías y tristezas, en ese lazo que se teje sin preguntar mucho del otro, y asumiendo que todo se va arreglando por el camino.
Andrés, su hijo mayor, nació en el 2.001 en el territorio de los nuevos resguardos que se crearon luego de muchas penurias y reclamaciones de comunidades cansadas de vivir como alma en pena, deambulando de finca en finca, entre el recuerdo de lo que se llevó el río y el anhelo de una tierra que no volviera a ser devorada por la bravura del volcán. Ana Cecilia también es una indígena nacida en el antiguo resguardo de Talága, y como su marido, creció con esa generación marcada por el destierro, y la desventura de llegar a lugares donde no gustan de los “indios”, como ella misma dice.
Después de que nació Andrés, a los dos años llegó otro varoncito que se llama Miguel. Ambos crecieron laboreando en el terreno que el Cabildo le asignó a Clímaco, para sembrar comida y sacar otro producto para el sustento diario. Pasaron los primeros años de este siglo, y vino la crisis del café, entonces Clímaco empezó a sentir el peso de una economía global que caía sobre sus hombros, recortando cada semana los recursos para conseguir arroz, aceite y los insumos para los cultivos. Sus hijos se fueron estirando, y vino en diciembre el nacimiento de la niña, como un regalo navideño del 2.011.
La familia sobrevivía con los apoyos de una comunidad organizada, y un Cabildo que gracias a las luchas del CRIHU había logrado salud y educación propia para sus comuneros. Andrés y Miguel iban a la escuela bilingüe que se creó en el resguardo para tratar de recuperar un pensamiento y una lengua que se iba con los años, al igual que los recuerdos del terruño que se quedó erosionado en Tierradentro después de la tragedia del 94. Lizeth iba a cumplir año y medio, cuando llegó el paro cafetero del 2.013.
La situación era tan grave que hasta los campesinos que nunca habían salido a marchar, se pusieron su poncho, su sombrero y pisaron el asfalto para protestar contra un modelo que les robó los sueños de envejecer cosechando el preciado grano que tanto les gusta en el exterior. El Cabildo dijo que había que participar del paro, pues la comunidad pasaba muchas dificultades con eso de la venta del café a unos precios que no devolvían ni siquiera el costo de sacar la cosecha hasta La Plata. El país se aterró, algunos como siempre sentados en sus cómodas sillas citadinas juzgaron y satanizaron esta protesta. Otras gentes, solidariamente entendieron que el país agrario enfrentaba las duras consecuencias de un modelo de mercado que golpea lo que se produce en casa y enriquece a los que importan alimentos malsanos.
A pesar de los acuerdos firmados, Clímaco sintió que no podía más y decidió irse a probar suerte. En noviembre del 2.013 se fue a una ciudad que aterraba desde las ventanas del bus, en el que viajo 10 horas hasta el terminal de transporte de Bogotá, a donde llegó con $100.000 en el bolsillo, tres cajas con ropa, y un costal con plátanos, fríjol y dos kilos de maíz.
Su primo le tenía un trabajo como mezclador de cemento, y una pieza para acomodarse por unos días, en una casa de inquilinato en el barrio San Cristóbal, donde viven muchas familias indígenas en situación de desplazamiento forzado o migrantes de la desesperanza rural.
Clímaco empezó a trabajar de inmediato, mientras Ana Cecilia se inventaba un hogar en cinco metros cuadrados, con un colchón viejo y apenas unas cobijas para batallar con la temperatura de la madrugada. Ella, como pasa casi siempre con las mujeres en situaciones como esta, salió a recorrer el barrio, entró a las tiendas a comprar pan y leche para sus hijos, y se fue enterando de las coordenadas que ayudan a sobrevivir en el imperio del asfalto. Supo entonces que debía buscarles colegio a los hijos, y se fue al Cadel para informar que eran indígenas y necesitaban un cupo para el 2.014. También supo que en la ciudad se roban los niños y los ponen de mendigos, y entonces entendió el lenguaje de la desconfianza en el prójimo.
Llegó la algarabía de diciembre y todo se hizo más llevadero, como si de pronto el fin de año trajera la esperanza abrazada con las fiestas y las luces intermitentes. Clímaco logró con su ingreso de $500.000, alquilar medio piso en una casa donde vivían unos paisanos de Pitalito, y entonces supo que su mujer podría trabajar lavando botellas, un negocio que le permitía cuidar a la niña más pequeña, y atender los quehaceres del hogar. Ya sabían que en el colegio a donde irían sus hijos tenían comida y unos programas de refuerzo hasta las cuatro de la tarde, así las cosas, Ana Cecilia tendría tiempo para conseguir el dinero que faltaba para comer en las noches y pagar el alquiler cada mes.
Andrés cursaba grado sexto con muchas dificultades. Su hermanito estaba llegando a los diez y lo habían matriculado en grado tercero porque no sabía leer bien. Para el mes de mayo la vida familiar se había estabilizado, papá y mamá trabajaban mucho y ganaban poco, pero sobrevivían cada mes. Lizeth iba a un centro infantil para indígenas, donde permanecía desde las 8 de la mañana hasta las cuatro de la tarde y donde le enseñaban historias y canciones en Nasa Yuwe – la lengua materna de sus abuelos-. De este modo, Ana Cecilia podía dedicar toda la mañana a la dura tarea de organizar y lavar envases de vidrio, lavar la ropa de su marido y sus hijos, limpiar la casa y preparar los alimentos de la noche. Su jornada empezaba muy temprano en la madrugada y terminaba hacia las 10 de la noche.
Entonces empezaron los problemas de Andrés en el colegio. La profesora se quejaba por su bajo rendimiento, e insistía en que ese era el problema con los niños que “venían de esas zonas donde la educación era tan mala. Andrés y Miguel llegaban del colegio hacia las cuatro y media de la tarde, y se ponían a lavar botellas, pues la meta era lograr los $ 15.00 diarios que daban por el centenar limpio y empacado a las 7 de la mañana del siguiente día. Sus jornadas terminaban después de las 9 de la noche, cuando pasaba el señor que administraba este negocio del que vivía la mitad de ese barrio, y contaba sigilosamente todos los envases que iba a recoger al siguiente día. No había tiempo para tareas ni cosas de esas, tampoco televisión para entretenerse mientras pasaban esas tediosas tardes entre envases de cerveza y gaseosa.
Andrés cumplió los trece años en noviembre del 2.014 y a los pocos días le anunciaron que había reprobado casi todas las materias, y entonces le tocó repetir el mismo grado. La coordinadora del colegio les advirtió que si no aprobaba el grado, ya no tendría cupo en la institución, pues era una norma que nadie hacía un mismo grado más de dos veces, y que además el muchacho prácticamente era un estudiante en “extraedad”, como se denomina despectivamente a quienes no se ubican de forma precisa en las tablas que establecen la relación entre edad biológica y gradualidad escolar.
El muchacho seguía su rutina escolar en el 2.015. Pasaba malos ratos porque no tenía amigos, y se sentía viejo en medio de tantos niños de diez y once años. La vida de su familia seguía una rutina fija, incluidos los fines de semana cuando trabajaban lavando botellas desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde. Los domingos el padre descansaba de su trabajo, y salía con ellos al parque del barrio a dar una vuelta y llamar a los familiares que seguían en el resguardo. Las cosas sólo se alteraban cuando la niña se enfermaba, y entonces había que llevarla al hospital y enfrentar el enrredo por estar afiliados a la AIC, la empresa de salud indígena a la cual estaban vinculados Clímaco y los suyos, pues a pesar de estar en Bogotá, seguían censados en su territorio y el Cabildo vigilaba que su servicio de salud estuviera activo. A Clímaco y su mujer no les llamó la atención afiliarse al sisben, y entonces cuando Lizbeth se enfermaba de los bronquios, cosa que pasaba casi mensualmente, volvía el problema y las frases de las funcionarias: “ustedes ya no son indígenas, ya están aquí hace varios años, y deberían ayudarse un poco, salirse de esa EPS indígena y afiliarse como todos a Salud Capital”. Así eran muchas de las cosas que les pasaban en esa ciudad donde Andrés y su hermano no habían podido conocer sino el barrio donde vivían, la escuela donde estudiaban, y el hospital a donde iban cuando se ponían enfermos del estómago o de fiebre muy alta.
La suerte no se puso del lado de Andrés, y reprobó su segundo turno en grado sexto. Ese diciembre fue muy triste porque les negaron la matrícula del muchacho. Miguel iba débilmente respaldado por su maestra para grado quinto, pero con serias amenazas de fracaso. El panorama era muy duro, porque desde hacía un tiempo Clímaco se quedaba sin trabajo durante una semana entera, entonces todo se ponía mal en la casa, había peleas, y Ana Cecilia lloraba en las noches, y amanecía rabiosa con todos.
Llegó el 2.016 y Andrés se quedó sin poder estudiar. Entonces no tuvo más que hacer que quedarse en la casa ayudando a lavar botellas desde la mañana hasta la noche. Su papá dice que no le va a dar más estudio, y que lo mejor es irle buscando trabajo de ayudante de obra en alguna de los proyectos que se están haciendo cerca de la autopista sur, donde hace cuatro años Andrés vio por primera vez esta ciudad que aún no reconoce.
Andrés quiere volver a su resguardo. Extraña a su abuela y a Elvia, su maestra de habla pausada, que le enseñaba historias del trueno y Juan Tama.
La Minga se levanta en el suroccidente de este país de despojos y valerosas luchas, y reclama para que los indígenas y los campesinos no tengan que salir de sus territorios como Clímaco y su familia, para que sus hijas e hijos crezcan dignificados, y sobre todo para que tengan derecho al “buen vivir”.
domingo, 27 de marzo de 2016
Más allá de la interculturalidad "académica”
La agudización del conflicto interno en Colombia durante las últimas tres décadas, produjo un cambio radical entre las poblaciones
que habitaban los territorios sobre los cuales se configuró la Constitución
Multicultural de 1991. Tantos años de megaproyectos y destierros forzados han
puesto a comunidades indígenas y afrodescendientes, en el frío pavimento
que desconoce su dignidad de culturas ancestrales.
Las estadísticas son
contundentes, en Bogotá, Medellín y Cali la presencia "étnica" se ha
triplicado en este primer paso del siglo XXI. Les llaman “desplazados”, y
luchan como pueden y con lo poco que tienen, por sus derechos
culturales en medio de una sociedad que no entiende porque no se "
integran y se adaptan" a las formas de vida de las mayorías mestizas.
Comunidades negras desterradas de sus territorios colectivos, mujeres
indígenas amenazadas, autoridades y sabedores presionados por el poder
de la minería armada, son los y las grandes protagonistas de este nuevo
capítulo de nuestra historia que combina resilencia y valentía.
Más allá de los debates académicos y teóricos sobre los usos y abusos de
la noción de "interculturalidad", desde mediados del siglo XX
pensadores, docentes y líderes de los movimientos indígenas y de las
colectividades de la negritud, plantearon en Colombia la imperiosa
necesidad de abrir las compuertas de la escuela monocultural y
enseñar en sus aulas sobre su verdadera historia, no como pueblos vencidos, sino como pueblos que resistieron y reinventaron la vida en medio de la tremenda y larga experiencia colonizadora y esclavizadora. Ya sabían ellas y ellos que algo había que
hacer para que la enseñanza de las ciencias sociales se pusiera de parte
de la justicia histórica. Sus propuestas representan los primeros pasos
hacia una idea propia de educación intercultural para la sociedad
mayoritaria. Sin lugar a dudas se anticipaban a teorías y enfoques que
hoy hablan de la justicia cognitiva y del currículo justo. Sin embargo
se olvida con frecuencia de donde vienen las grandes ideas y en este
caso creo necesario recordar en voz alta que hace cuatro decenios se
nos planteó una tarea educativa inminente: erradicar los
prejuicios y los estigmas que proliferaron en libros de texto y cartillas escolares acerca
de los indígenas como salvajes, y los afrodescendientes como “esclavos”
perennes. Desde finales de los años setenta del siglo pasado se plantearon propuestas curriculares para llevar a las aulas un conocimiento cierto sobre nuestro devenir como nación diversa, con raíces que juntaron lo indígena y lo africano.
Hoy día cuando el drama del racismo y la discriminación
se hace notoriamente doloroso en las aulas de escuelas citadinas y nos enteramos que niñas y
niños sufren a diario los estragos de esta vieja patología social,
debiéramos revisar la historia y reconocer que mucho antes que fuera tan
famosa en libros y congresos, la interculturalidad ha sido un viejo
reclamo en esta nación de olvidos ilustres.
Dos evidencias que ratifican lo ya dicho: el reclamo en 1977 de Manuel Zapata
Olivella sobre la necesidad de incluir en el currículo oficial la
enseñanza de la historia africana. Un año después, 1978, la promulgación
del decreto 1279 resultado de la lucha de los indígenas arhuacos contra
la misión Capuchina y de todo un movimiento comunitario que dejó planteada la
necesidad de enseñar la historia y cultura de los pueblos indígenas contemporáneos.
Bogotá produce frecuentemente reportes de prensa sobre estos asuntos “interculturales”. A veces son buenas noticias, a veces
son tristes noticias.
Mientras las organizaciones y los movimientos
étnico-raciales mantengan su lucha contra el racismo, la discriminación y
la invisibilidad, creo que estamos ante una postura política y radical
sobre la interculturalidad, al fin y al cabo es un asunto histórico no
resuelto, razón por la cual deberíamos tramitralo en clave de derechos
humanos.
domingo, 13 de marzo de 2016
La Justicia de la Memoria, la Memoria de la Justicia
En
1994 Sudáfrica eligió a Nelson Mandela como su presidente. Un año después el arzobispo Desmond Tutu estableció como lema
para la historia de esta nación: "Sin perdón no hay futuro, pero sin
confesión no puede haber perdón". Se instalaba la Comisión de la Verdad y de la
Reconciliación en Sudáfrica para investigar los eventos criminales
sucedidos durante tres décadas de apartheid (1960-
1993).
La Comisión tenía la tarea preparar un documento sobre
las graves violaciones de derechos humanos, emitir recomendaciones e incluso conceder
amnistías. Las lecciones que Sudáfrica aprendió en ese doloroso y valiente
proceso le han dado la vuelta al mundo. Representan un emblema que fue llevado
a las tablas magistralmente en la obra “Ubú y la comisión de la Verdad”.
Sólo
un hombre como Mandela con una memoria de tres décadas de conflicto racial,
persecuciones y encarcelamiento, supo la urgencia de la verdad como inicio de
la paz.
Al final de cada guerra viene el largo proceso
arqueológico de la memoria. Excavar datos, nombres, imágenes, rostros, fechas,
olores, lugares, recuerdos etc. hasta completar ese terrible rompecabezas que
explica el horror de los actos violentos, sus actores y sus víctimas -hombres y
mujeres desarmados en su frágil civilidad-
Los
y las sobrevivientes al holocausto Nazi iniciaron estas batallas por la memoria
como justicia. La atroz xenofobia contra el mundo judío no podía ser olvidada,
mucho menos sus centenares de víctimas. La memoria del siglo XX había cambiado
para siempre, el mito fundacional de occidente se habría alterado de modo
irreversible y los duelos serían largos e interminables.
En
el tiempo de las dictaduras militares en el cono sur surgieron los militantes
de la memoria política. Ellas y ellos -muchos de los cuales habían perdido un
compañero, un hijo, una hermana, una vecina- propusieron politizar los
recuerdos como una forma de dignificar la memoria de quienes sufrieron
injustamente la persecución, la tortura y la desaparición forzosa. Se tomaron
los congresos académicos, las calles, los lugares, la música, el teatro y el
cine. La mayoría de exiliados militaron contra el olvido incansablemente. En
Santiago y en Buenos Aires nadie olvidaba, nadie quería olvidar. Las Madres de
la Plaza de Mayo emergieron como un icono moral para América Latina. La memoria
se convertía en este continente de olvidos e historias domadas, en un derecho
político.
En
abril de 2013 la Ruta Pacífica de Mujeres le entregó al país los resultados de
una comisión de la verdad, narrada y escrita dolorosamente por cerca de mil
mujeres víctimas del conflicto armado en Colombia. Bajo el título “Memoria para
la Vida. Una Comisión de la Verdad Desde las Mujeres” hilvanaron los testimonios
de madres, abuelas, viudas, hermanas, compañeras, amigas, huérfanas, tías y
esposas para darle forma a la verdad que reposa en las ausencias, los miedos,
los recuerdos, las preguntas, la rabia, la terquedad, la ansiedad, la
desesperanza y los sueños de cada una de las miles de mujeres que perdieron en
la guerra una parte de su existencia y decidieron poner su lado sobreviviente en
la lucha por la verdad, la reparación y la no repetición. “Memoria para la
Vida” no es un libro, es un acontecimiento multivocal y sentipensante en el que
932 mujeres víctimas de violaciones de derechos humanos convergen para hacer
justicia a la memoria y producir memoria para la justicia.
En
la presentación de su libro Desterrados,
Alfredo Molano, ese escribano de los colombianos de a pie, afirma enfáticamente
que en Colombia necesitamos dejar de investigar tanto a la gente y más bien
escuchar lo que tiene que contar. Él sabe bien que no hay un solo camino en
esta nación de montañas, costas y valles, donde no sobreviva al menos un recuerdo de
sesenta años de violencia armada y política. Por eso su literatura es un
conjunto de piezas de contienen la memoria larga de un luto colectivo que lleva
más de medio siglo.
Hablar
el duelo se convierte en un acto de reparación cuando quien escucha es
respetuoso y solidario con las emociones contenidas en la palabra de quien
narra su sufrimiento. Palabras que reclaman dignificación y verdad.
Producir
memoria escrita sobre el duelo de centenares de mujeres víctimas de este largo
y sangriento conflicto, es hacer de su experiencia un ejemplo para la historia
de una nación acostumbrada a llantos silenciosos y entierros anónimos. También
es un camino ejemplar para aprender sobre las reparaciones morales y simbólicas
que se requieren tanto en la vida cotidiana.
La
Comisión de la Verdad de la Ruta Pacifica de Mujeres es un hito en la historia
de los procesos de reconciliación en Colombia. Es un primer paso sobre el cual
tenemos mucho que aprender. Ellas han demarcado el debate sobre la verdad con un sello de género que planeta la urgencia
de una verdad “que
tenga en cuenta los impactos en las mujeres y reconozca sus voces y
experiencia, que sea parte de una memoria colectiva y no solo un estudio
académico de la experiencia de las mujeres víctimas”
En
el 2009 la maestra Beatriz González hizo tributo a los muertos sinnombre de un siglo de violencias. En
el viejo y olvidado pabellón de los NN, del cementerio central de Bogotá, su
arte instaló 8.957 Auras Anónimas en
los columbarios de las víctimas que deambulan en el olvido desde la guerra de
los mil días hasta hoy. Con su arte de la memoria es infatigable en la lucha
contra el olvido. Ella que sobrevivió a las oscuridades laureanistas tiene la
sensatez en su estética, la sensibilidad en sus recuerdos.
Todas
ellas, han hecho de la verdad un acto de justicia y de reparación que dignifica
a las víctimas y a sus familiares.
Estas
escribanas y artesanas del duelo hacen justicia a la memoria y producen memoria
para la justicia.
Ojalá que estas lecciones no queden olvidadas o silenciadas en la hora cero de
los acuerdos de La Habana.
sábado, 6 de febrero de 2016
Las infancias asaltadas
Elizabeth
Castillo Guzmán
Febrero
4 de 2016
Desde
finales del siglo pasado, el tema de los derechos de la infancia se convirtió
en bandera de gobiernos, programas de primeras damas y motivo para malgastar
recursos en fiestas y celebraciones del “día del niño y la niña”, mientras el
resto de las 52 semanas que tiene el año, ellas y ellos, sobre todos quienes
viven la pobreza, la exclusión y la marginalidad, aguantan silenciosamente hambre,
maltrato y un mal cuidado. No lo digo yo, lo dicen los medios, los informes de
Unicef y las denuncias de la Procuraduría. En Colombia se asalta diariamente la
dignidad humana de la infancia. Desde el funcionario que subcontrata la
provisión de comida para favorecer a sus amigos y conocidos, hasta quien vende
alimentos en mal estado para los restaurantes escolares, y produce atrocidades
como la ocurrida recientemente en Manizales, donde 41 menores resultaron intoxicados por sánduches descompuestos.
Empezamos el año 2016 con una
brutal cuenta pendiente en materia de infamias contra la infancia. Once niños y
niñas indígenas wayuu han muerto por hambre en lo corrido del 2016. En 2015 la Defensoría
del Pueblo reveló con cifras en mano, que la plata del Programa de Alimentación
Escolar (PAE) se estaba desviando en varios departamentos de la región Caribe,
y que en la Guajira no había refrigeradores para conservar los alimentos o que
los niños debían pagar diariamente $200
a las personas que preparan sus comidas, cuando se supone que todos los costos
están solventados con los recursos que el ICBF destina a las entidades
territoriales para este fin. Existen varios casos públicamente conocidos, de
funcionarias y ex directivas de esta institución procesadas por la indebida contratación
de recursos destinados a la atención de niños de entre cero y cinco años en
estado de vulnerabilidad. Quien se apropia del dinero de la salud y el
bienestar de las niñas y los niños es un criminal, y por ello debería ser
castigado de modo severo y no con la casa por cárcel como en casos ya
conocidos.
En el Chocó
esta semana debieron enterrar más de una decena de niños y niñas que murieron
envenenados por el agua que consumieron. En Colombia sabemos hace muchos años que
la minería contamina con mercurio las aguas del Pacífico. Aunque la propia
banda Chocquitwon hiciera famoso el estribillo “Yo no me como ese pescao así sea del Chocó”, parece que a casi
nadie le importa el asunto, y las imágenes sobre lo que está sucediendo con los
pequeños y las pequeñas, es una muestra de que la infancia está en riesgo en un
país con una de las legislaciones más bien escritas en esta materia, pero con
una corrupción desmedida.
La atención
y educación de niñas y niños menores de cinco años es una de las tareas más
importantes de una sociedad, porque cuidar bien “hijos ajenos” exige una alta
dosis ética y amorosa.
En los años
ochenta del siglo pasado algunas mujeres con un profundo sentimiento de
protección de la prole, demostraron que el sentido solidario y materno
prevalece para apoyar a las más pobres, aquellas de largas jornadas de 12 horas
de trabajo doméstico o informal, que no pueden cuidar a sus hijos menores. Por eso nacieron en el seno de barrios
populares, unas señoras que conocimos como “madres comunitarias”, que
revivieron viejas prácticas de comadres y tías abuelas que cuidaban las nuevas
generaciones en casa, mientras las jóvenes madres salían en busca de la
sobrevivencia de toda la familia. Así también nacieron los hogares
comunitarios. Luego vino la política y la politiquería que todo lo daña, y
entonces todo cambió, el afán modernizador se impuso y se dijo que había que
ofrecer una atención más profesional y técnicamente soportada para garantizar
el bienestar de niñas y niños. Los recursos aumentaron para cubrir necesidades
de alimentación, seguimiento y educación inicial. Cuatro décadas después los
escándalos en la prensa sobre las infancias asaltadas son pan de cada día.
Mientras la niñez
pobre y necesitada sea vista por las redes clientelares de todas las estirpes, como
un botín para repartirse en contrataciones inmorales, el derecho a una vida
digna y de calidad humana para ellas y ellos seguirá aplazada de “Cero a Siempre”.
sábado, 30 de enero de 2016
¿Pedagogía o mercado? La supervivencia de las licenciaturas en Colombia
Elizabeth Castillo Guzmán
Universidad del Cauca
Popayán, enero 29 de 2016
“Nadie puede
enseñar lo que no ama, aunque se sepa todos los manuales del mundo, porque lo
que comunica a los estudiantes no es tanto lo que dicen los manuales, como el
aburrimiento que a él mismo le causan. Y ante las fórmulas más brillantes de
los filósofos, antiguos o modernos, no cosechará más que bostezos. El que
enseña no puede comunicar lo que no ama”
(Carta de Estanislao Zuleta a los maestros, 1989)
Desde finales del siglo XIX, cuando surge como política
educativa, la formación de los maestros en Colombia ha sido potestad de las
escuelas normales superiores y las facultades de educación de las universidades.
Unas y otras han sido a lo largo de la historia educativa nacional[1], las
instituciones autorizadas para
orientar, investigar, evaluar, reformar y direccionar la formación docente y la
pedagogía como disciplina fundante del oficio. Luego durante buena parte del
siglo XX, la formación inicial del docente se entendió como su escolarización
temprana con fines magisteriales. Para este propósito, las escuelas normales
superiores y sus internados fungieron como el molde para cultivar la vocación
magisterial. Así se configuró al paso del tranvía y la modernidad, la figura
del maestro como un ser casi religioso, cuyo noble oficio implicaba votos de
pobreza. Nuestra literatura nacional registra bellamente las aventuras y
epopeyas de señoritas que murieron vírgenes en escuelas a donde nunca llego la
electricidad, o de solterones católicos que defendieron sus pizarras y sus
libros del fuego y la furia de las venganzas bipartidistas.
A las puertas de las
primeras escuelas del siglo XX llegaron hombres y mujeres iluminados por la fe
en la educación, convencidos de la trascendencia de su oficio en la historia y
con la “Alegría de leer” como texto perenne. Un siglo después llegarían a los
nuevos edificios escolares, y en sus aulas, profesionales universitarios, seleccionados
bajo parámetros psicotécnicos y duras pruebas de conocimiento. Ellas y ellos menos
ilusionados que sus antecesores, ocuparon un lugar viejo y contemporáneo a la
vez, que la política educativa ha moldeado, destruido y reinventado, siempre
con la imposibilidad de resolver del todo la fórmula que produce buenos
maestros a bajo costo.
Justamente en este
momento en el que comienza el debate sobre el decreto 2450, de reciente
expedición y cuyo objeto es regular la formación universitaria que se imparte
en los programas de licenciatura, me parece importante echar mano de la
historia para resaltar algunas ideas, algunos momentos y ciertas luchas que no
en vano tuvieron eco en el siglo XX, y que seguramente no se divulgan desde que
la educación dejo de ser un campo de
combate y se convirtió en una bolsa
de empleo en disputa.
La invención
del maestro como “sujeto de saber”
El surgimiento del Movimiento Pedagógico Nacional en los años ochenta produce una
transformación en las maneras de comprender la formación y el status del
maestro colombiano. En 1982 y bajo la dirección de la Federación Colombiana de
Educadores (Fecode), tiene lugar un movimiento gremial, político e
intelectual de los maestros y las maestras de toda la nación colombiana, que
produjo un ambiente de debate y reflexión en torno a la pedagogía y la
educación como ámbitos del saber y el oficio docente. Este proceso produjo
importantes episodios como la creación de la revista Educación y Cultura, la
realización de congresos pedagógicos y la definición de una plataforma de la
educación pública que fue materia
prima para la constituyente educativa
en 1991 y la posterior fundamentación de la Ley General de Educación en 1994
(CEID-FECODE, 2007: 33). Añado a este balance, el haber logrado visibilizar al
maestro y la maestra como sujetos políticos en la arena de los movimientos
sociales de finales del siglo XX.
En el contexto de esta movilización, se plantea una dura
crítica a los enfoques y las políticas oficiales de formación del maestro colombiano,
insistiendo en su negativo impacto en cuanto a su auto-representación como
intelectuales y profesionales de la pedagogía.
El surgimiento
del Movimiento Pedagógico debe conducir a las facultades de educación a una
rigurosa interrogación acerca de su ser intelectual. En primer lugar deben
preguntarse: ¿ha sido el saber difundido por las facultades de educación,
representativo del ser intelectual del maestro?
La crítica es una condición de toda transformación, ¿de qué nos puede
servir la mistificación de las viejas taras?
Entonces nuestra respuesta debe ser NO, un NO rotundo; porque si algo
pone en cuestión la función intelectual de las facultades de educación, es el
surgimiento del Movimiento Pedagógico.
Hagamos más
específico el cuestionamiento. El surgimiento del Movimiento Pedagógico pone en
cuestión la forma en que ciertos saberes son pensados y enseñados en las
facultades de educación. ¿Cuáles? La psicología evolutiva, la administración
educativa, la sociología de la educación, las tecnologías de la enseñanza, las
técnicas de investigación, los modelos estadísticos. No hablamos de eliminación
como podría pensar un inspector de escuela, hablamos de un reordenamiento, de
una nueva conceptualización, que sitúe
estas disciplinas del lado del maestro y no de aquellos que lo vigilan y
controlan (Zuluaga, 2002: 307).
Los aportes teóricos de estos y muchos otros debates,
contribuyeron sustancialmente para replantear, en el marco de la reforma constitucional de 1991, una nueva
concepción sobre la educación como derecho, el docente como profesional de la
educación[2]
y la pedagogía como campo fundante del saber y la práctica del magisterio.
Tanto en el bloque constitucional, como en la Ley General de Educación de 1994,
fue notoria la influencia del Movimiento Pedagógico en lo referido a su
fundamentación filosófica y conceptual. En materia de formación docente, por
ejemplo, el artículo 109 de la Ley 115 establece que dichos procesos tienen
como finalidad:
a) Formar un educador de la más
alta calidad científica y ética;
b) Desarrollar la teoría y la
práctica pedagógica como parte fundamental del saber del educador;
c) Fortalecer la investigación en
el campo pedagógico y en el saber específico, y
d) Preparar educadores a nivel de
pregrado y de posgrado para los diferentes niveles y formas de prestación del
servicio educativo.
El país había dado un paso adelante y reconocía el profesionalismo del
docente como resultado de un proceso sistemático, en el cual la pedagogía se
entendía como saber fundante. De una parte, los aportes de Fecode y el
Movimiento Pedagógico en la comprensión de la formación docente como un proceso
continuo, crítico y pedagógico, y de otra la normatividad expedida en esta materia, producen las condiciones de
posibilidad para una renovación en la manera de valorar y entender estos
procesos. En este punto vale la pena resaltar la centralidad que la pedagogía
como campo de saber y de práctica obtuvo en el conjunto de discursos, decretos
y planes referidos al tema de la formación docente en Colombia. Entre 1997 y
1998 se producen dos decretos[3],
que reglamentaron los postulados contenidos en la Ley General de Educación y
sentaron las bases para el Sistema Nacional de Formación de Educadores. Sus
contenidos se convirtieron “en referentes de primer
orden para las nuevas propuestas de formación” y en la plataforma de los
posteriores procesos de renovación curricular en las Facultades de Educación y
en las Escuelas Normales (Calvo, 2004).
A lo largo del documento que lo
sustenta, y de toda la propuesta sobre el Sistema Nacional de Formación de
Educadores, subyace la idea de que la calificación y mejoramiento de la
formación de los educadores es pieza fundamental en la consecución de la
calidad de la educación. Los alcances más significativos y concretos del
Decreto 272 son los referentes a la organización de los programas académicos en
educación. La introducción de los núcleos del saber pedagógico, básicos y
comunes como exigencias específicas en el contenido del currículo de
formación de formadores de las instituciones de educación superior, resulta
fundamental, puesto que los distintos programas, desde la aparición del
decreto, debieron reacomodarse de acuerdo con ellos de manera estructural
(Calvo, 2004: 34)
El magisterio colombiano ha tenido que enfrentar el
desmonte gradual del ideario establecido en la Ley 115. Como lo define
Rodríguez (2002), a finales de los años noventa empieza a cocinarse una
verdadera “contrareforma” que antepuso economía a pedagogía. La lógica
neoliberal de reducción de costos se impuso a los nobles propósitos de la
educación como derecho, ahora condicionada a la estandarización y las
competencias. Con la expedición de la ley 715 de 2001, se produce la
contra-reforma de facto, pues se
trata de una norma cuyo rasgo central es su incidencia
territorial en la administración del sistema escolar. Aunque no se trata de
una ley educativa, el ámbito de aplicación de la 715 incluye la contratación de
los maestros, el desarrollo curricular y las formas de evaluación escolar. El éxito de esta norma es que
condiciona el acceso a todos los
recursos de la educación pública, a la implementación de un esquema
estandarizado de cobertura, calidad y eficiencia del sistema en todo el país.
Así las cosas, los procesos normativos que dos décadas
atrás, pusieron a la pedagogía en el
centro de la cuestión sobre la formación docente, tuvieron que adaptarse poco a
poco a la presión de una política sostenida en la idea de lograr la calidad
aumentando cobertura a bajo costo, y con menos maestros. Las escuelas normales
empezaron su lento proceso de extinción en Colombia, y las facultades de
educación revirtieron sus esfuerzos, pues la formación inicial de maestros
perdió capacidad para competir en un nuevo milenio donde la ministra de turno
proclamó que “para ser docente no hacía falta dominar la pedagogía”. El decreto
1278 expedido en el año 2002[4]
estableció entonces en su capítulo II: “para ingresar al servicio
educativo estatal se requiere poseer título de licenciado o profesional
expedido por una institución de educación superior debidamente reconocida por
el Estado”.
El profesionalismo del educador enaltecido en 1994
pasó al archivo de la historia legislativa, y el decreto 272 de 1998 quedó
extinto por las vías de hecho. A partir de entonces, la gesta del Movimiento
Pedagógico, las escuelas normales superiores y las facultades de educación se ve lesionada de forma profunda e irreversible.
Se trata de un cambio de época. La pedagogía como saber del maestro, se suprime
y es prescindible en las nuevas políticas educativas que privilegian a “otras”
profesiones. Con menos de veinte años, la reforma del 94 y sus aspiraciones de dignificar y cualificar el oficio del
maestro en los programas de pedagogía, empezó su declive, y será en el
terreno de los grupos de investigación, los programas de posgrado y los
colectivos de docentes herederos del Movimiento Pedagógico, donde se anidarán
los terrenos de la resistencia al neoliberalismo educativo del siglo XXI. Un
claro ejemplo de ello han sido la Expedición
Pedagógica Nacional, la creación del IDEP en Bogotá, y la reciente apertura
del primer pregrado en Pedagogía en la Facultad de Educación de la Universidad
de Antioquia.
Sin pedagogía no hay calidad en la formación docente
Muchas de las personas encargadas
de diseñar las políticas educativas, dirigir y asesorar los ministerios de
educación, escribir los textos escolares que usan los docentes, programar las evaluaciones censales escolares,
organizar los planes de estudio de las licenciaturas e incluso dirigir y enseñar
en las facultades de educación, no conocen el oficio de ser maestro, tampoco
saben que la pedagogía es un campo de saber con una amplia producción teórica. Con títulos universitarios en todas las demás
disciplinas, pero con un limitado conocimiento de lo que es la enseñanza, muchas
de estas personas no conocen la escuela por dentro ni su funcionamiento, por
eso cometen tantos errores de cálculo y de táctica, que se pagan con los
impuestos que pagamos todas y todos.
Los maestros y las maestras son
las únicas personas que nunca se van de la escuela, por esta razón conocen las
limitaciones de las reformas producidas desde Bogotá, y profetizan los puntos
de quiebre de indicadores y variables que no pueden maniobrar con tanta pobreza
y marginalidad en las zonas más apartadas de los grandes centros urbanos. Este
es uno de los graves problemas que tenemos en Colombia, la desigual relación entre
política y pedagogía, entre tecnócratas y docentes. Para la muestra un botón: nuestras
tres últimas ministras de educación han sido economistas, sobra decir que aquí
en Colombia hizo carrera la idea según la cual la pedagogía no hace falta para
dirigir la educación pública en el segundo país más inequitativo de
América Latina
En el año 2014 la Fundación Compartir, esa misma que
entrega anualmente los premios a los mejores maestros en Colombia, realizó un
estudio titulado “Tras la excelencia docente ¿Cómo mejorar la
calidad de la educación de todos los colombianos?,
sustentado en una serie de comparaciones y mediciones entre calidad de la
educación (resultados de las pruebas Saber y Pisa), y el perfil de formación de
los docentes colombianos. Alejandro Alvarez (2014) advierte sobre el
reduccionismo economicista del estudio y el riesgo de las “recomendaciones” que
sugiere al Ministerio de Educación Nacional. Quiero citar algunos
planteamientos que considero esenciales para ponernos en antecedentes de la expedición del decreto 2450
de 2015.
El “Estudio Compartir” escogió otro camino.
Primero aplicaron fórmulas econométricas para comprobar si en Colombia el “factor
docencia” es o no determinante en la “calidad” de la educación. Y luego, una
vez comprobado esto, estableció cuáles son los maestros “buenos” y cuáles son
los “malos”, para determinar las medidas a tomar. Para ello cruzaron los
resultados de las pruebas Saber 11, en el área de matemáticas y lenguaje, con
datos referidos a los docentes (edad, pontaje en la prueba de ingreso, tipo de
escalafón al que pertenecen – 2277 o 1278 -, estudios de posgrado, profesional
formado como docente o no, tipo de vinculación laboral, entre otros)…
Una de las variables a la que le prestan especial
atención es a la de la formación de los maestros. Dedican un capítulo completo
a analizar la calidad de dicha formación en las Facultades de Educación.
Descartan analizar lo que sucede en las Escuelas Normales Superiores porque
consideran que allí no se deben formar los maestros. Esta será una de sus
recomendaciones que proviene de lo que llaman una evidencia empírica: “Nos
concentramos en la oferta de educación universitaria motivados por el hecho de
que en los países exitosos en calidad de la educación los docentes tienen como
mínimo formación universitaria de cuatro años (pp. 106)”
Así despachan más de un siglo de discusión
académica y pedagógica acerca de la pertinencia de la formación Normalista. Suponemos
que desconocen esta tradición y el inmenso legado que le han dejado estas
instituciones a la educación y a la pedagogía en Colombia (Alvarez, 2014: 24)
Una verdad de puño, es que en la
mayoría de las universidades colombianas las facultades de educación no son
consideradas las de mayor importancia, o al menos no tanto como aquellas donde
se forman ingenieros, abogados o médicos. Tampoco los resultados de las pruebas
ECAES obtenidos en sus programas de licenciatura son determinantes en la
definición de las mejores universidades. Desde finales de los años noventa el asunto de la formación pedagógica como ya
lo mencioné, quedo al garete, y en algunas universidades poco
importo el decaimiento del decreto 272, y la crisis resultante de concursos en
los cuales los licenciados quedaban por fuera y los profesionales de otros
campos accedían al empleo oficial en el magisterio.
El debilitamiento no es culpa solamente de los reformistas
neoliberales, también de quienes sin contar con autoridad académica “usurparon”
los lugares del saber pedagógico y redujeron el ámbito de la educación al
sentido común. Incluyo aquí a profesores que confundieron por décadas didáctica
y pedagogía, y pedagogía con metodología, o quienes llegaron en paracaídas a
estos programas universitarios para luego declararlos “cabeza de ratón” en el
ranking académico.
A finales del 2014 apareció la “Gallinita
de los Huevos de Oro” y como nunca antes en la reciente historia de
Colombia, el Ministerio de Educación Nacional (MEN) destinó un montón de recursos
económicos para financiar becas destinadas a la formación posgradual de
maestras y maestros de todas las regiones. Se abrió una convocatoria con una
meta gigantesca: 4.500 beneficiarios por un monto de 56.000 millones para el
2016, que se suman a las 3.000 becas otorgadas en el 2015 y atendidas por ocho
universidades públicas y nueve universidades privadas[5]. Visto así, el mercado de la “formación
docente” se inauguró oficialmente en Colombia, pues hasta entonces las
maestrías en educación sobrevivieron por el esfuerzo de estudiantes que
hipotecaban sus sueldos para pagar las altas matrículas, o la ardua tarea de
docentes que resistieron los peores embates y lograron sostener sus maestrías
con el respaldo de los grupos de investigación.
Mientras pasa el hito de las becas y los 56.000
millones, los programas de pregrado pasan a revisión de calidad y su “mayoría
de edad” será evaluada con la lupa neoliberal que exige alta calidad sin
invertir en ella. La increíble redacción del decreto 2450 y su lenguaje Icontec
busca prescribir la calidad de la formación docentes a criterios que durante
décadas el propio MEN desconoció. Ahora resulta que es de todo su interés, apretar
a las Licenciaturas para que obtengan su registro de alta calidad con
exigencias que ponen nervioso a más de
un universitario. Esto en un plazo que se vence el 9 de mayo, es decir en 16
semanas. Recientemente las grandes universidades privadas crearon programa de
licenciaturas -como en el caso del ICESI
y Los Andes- a donde llegaron a estudiar “los bachilleres más pilos” de los
municipios más pobres, que nuestra inquieta
ministra beco en el año 2015, para formarse como licenciados con doble
titulación y nuevo estrato socioeconómico. Ahora vendrá un nuevo slogan ¡Ser
licenciado de universidad privada, paga! Seguimos compitiendo en desigualdad de
condiciones en la aparente modalidad del aseguramiento de la calidad de la
educación superior.
Este episodio demanda también un ejercicio
autocritico por parte de las universidades. Al respecto hay preguntas para quienes
en calidad de decanas y decanos participaron en las sesiones de debate que
entre 2014 y 2015 ocurrieran entre ASCOFADE (Asociación de Facultades de
Educación) y el MEN. Interrogantes a quienes guardaron silencio sacro frente a
los borradores de esta reforma navideña,
que se suma a la desgracia de hacer ampliación de cobertura a costa de sobreexplotar
a catedráticos y profesores ocasionales con contratos de 4 meses, y soportando una ley 30 que nos empobrece
cada año con su obsoleta fórmula de financiamiento.
Más allá de las reacciones primarias contra el “estado
neoliberal" y sus sombras arbitrarias, deberíamos revisar con juicio el
decreto 2450, así como algunos de los debates promovidos a finales del siglo XX
por FECODE y algunos intelectuales, a propósito de las fundamentaciones
epistémicas y políticas de la formación de maestros en Colombia. Es urgente evaluar si hemos empeñado todos los
esfuerzos para lograr que en los programas de licenciatura estén los mejores y
los más comprometidos docentes con el campo de la pedagogía; valorar si existe en
nuestras licenciaturas una vocación académica en torno a este campo, o todavía sucede que
algunos docentes andan declarando como pedagogos a cuanto autor se les aparece,
como el triste celebre caso de Piaget, Vygotsky y Chomsky citados como tales en
más de un curso o una tesis de licenciatura.
El campo de la educación y la
pedagogía han sufrido una tremenda subalternización
por las políticas educativas neoliberales, la política crediticia del Banco
Mundial en materia educativa, la
soberbia eurocéntrica de las ciencias y las disciplinas “duras” que dominan los
currículos en muchas licenciaturas, y una cultura universitaria que olvida que
los grandes humanistas de este país se formaron en la Escuela Normal Superior
de la Universidad Nacional de Colombia, por allá en la década del cuarenta del
siglo pasado.
La frase de un colega
cercano, resume el complejo de
inferioridad subyacente: “Ahora estoy bien,
en un departamento donde formamos historiadores puros, no esos licenciados que ni saben de una cosa,
ni saben de la otra”.
Nos quedan pocos caminos. Uno de
ellos es dar el debate público sobre la situación estructural de las licenciaturas,
y replantearnos el lugar de la pedagogía en los planes y enfoques de formación
como un asunto urgente. El otro camino es seguir el oficio burocrático de
llenar formatos y decir “verdades a medias” y, para ello no hace falta pensar,
como diría Estanislao Zuleta en su célebre texto “El elogio a la dificultad”.
Bibliografía
Álvarez, Alejandro. (1991) Leyes generales de educación en la historia de
Colombia, en: Revista Educación y
Cultura No 25. Fecode, Bogotá.
(2010)
Formación de nación y educación.
Siglo del Hombre Editores, Colección Culturas y Pedagogías. Bogotá
(2013)
La Mirada Empresarial. A propósito del
informe Compartir.
http://sutevalle.org/wp-content/uploads/2014/09/DOC.-COMPARTIR-LA-MIRADA-EMPRESARIAL-DE-LA-EDUCACI%E2%94%9C%D0%A3N-.pdf
Castillo,
Elizabeth (2014) “Pedagogía comunitaria y maestros
comunitarios indígenas. Un capítulo oculto en la historia de la formación
docente en Colombia”, en: Revista Integra Educativa No 19 Instituto
Internacional de Integración del Convenio
Andrés Bello, Vol. VII, N° 1, Enero – Abril, Año 2014.
Henao, Octavio y Zapata, Teresita (1994) “La Formación de docentes para la educación básica en Colombia” En: Revista Interuniversitaria de Formación del
Profesorado. No 20, Mayo/Agosto 1994, Universidad de Zaragoza. Zaragoza,
pp. 37-4
Rodríguez, Abel (2002) La educación después de la constitución de 1991. De la reforma a
la contrarreforma. Bogotá, Cooperativa Editorial
Magisterio, Corporación Tercer Milenio.
Zuluaga Olga Lucía (2002) “Las
Facultades de Educación y el Movimiento Pedagógico”. En: Rodríguez Abel et al. Veinte Años del Movimiento Pedagógico
1982-2002. Entre mitos y realidades. Bogotá: Cooperativa Editorial
Magisterio- Corporación Tercer Milenio.
Zuleta,
Estanislao (1985) “La educación: un campo de combate”, en: Revista Educación y
Cultura No4, FECODE, Bogotá.
[1] Álvarez (1991), establece
tres momentos legislativos para enmarcar la
historia de las políticas de formación docente en Colombia. El primero
corresponde al período republicano y su
Decreto Orgánico de Instrucción Pública en 1870, el segundo se ubica con
relación a la promulgación de la Ley Orgánica de Educación en 1903, y el
tercero corresponde a la expedición de la Ley General de Educación de 1994.
[2] Entre las nociones contenidas en
esta Ley, se define al educador como “El
orientador, en los establecimientos educativos, de un proceso de formación,
enseñanza y aprendizaje de los educandos, acorde con las expectativas sociales,
culturales, éticas y morales de la familia y la sociedad” (Art. 104).
[3] Decreto 272 de Febrero de 1998 y Decreto 3012 de
Diciembre de 1997 reglamentarios de las
disposiciones sobre formación docente contenidas en los artículos 112,113 y 216
de la Ley General de Educación.
[4] Esta norma se conoce como el Estatuto de Profesionalización Docente, cuya función es regular “
las relaciones del Estado con los educadores a su servicio, garantizando que la
docencia sea ejercida por educadores idóneos, partiendo del reconocimiento de su
formación, experiencia, desempeño y competencias como los atributos esenciales
que orientan todo lo referente al ingreso, permanencia, ascenso y retiro del
servidor docente y buscando con ello una educación con calidad y un desarrollo
y crecimiento profesional de los docentes”. Decreto 1278 de 2002, Capítulo I.
[5]
http://www.mineducacion.gov.co/cvn/1665/w3-article-354824.html
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