La agudización del conflicto interno en Colombia durante las últimas tres décadas, produjo un cambio radical entre las poblaciones
que habitaban los territorios sobre los cuales se configuró la Constitución
Multicultural de 1991. Tantos años de megaproyectos y destierros forzados han
puesto a comunidades indígenas y afrodescendientes, en el frío pavimento
que desconoce su dignidad de culturas ancestrales.
Las estadísticas son
contundentes, en Bogotá, Medellín y Cali la presencia "étnica" se ha
triplicado en este primer paso del siglo XXI. Les llaman “desplazados”, y
luchan como pueden y con lo poco que tienen, por sus derechos
culturales en medio de una sociedad que no entiende porque no se "
integran y se adaptan" a las formas de vida de las mayorías mestizas.
Comunidades negras desterradas de sus territorios colectivos, mujeres
indígenas amenazadas, autoridades y sabedores presionados por el poder
de la minería armada, son los y las grandes protagonistas de este nuevo
capítulo de nuestra historia que combina resilencia y valentía.
Más allá de los debates académicos y teóricos sobre los usos y abusos de
la noción de "interculturalidad", desde mediados del siglo XX
pensadores, docentes y líderes de los movimientos indígenas y de las
colectividades de la negritud, plantearon en Colombia la imperiosa
necesidad de abrir las compuertas de la escuela monocultural y
enseñar en sus aulas sobre su verdadera historia, no como pueblos vencidos, sino como pueblos que resistieron y reinventaron la vida en medio de la tremenda y larga experiencia colonizadora y esclavizadora. Ya sabían ellas y ellos que algo había que
hacer para que la enseñanza de las ciencias sociales se pusiera de parte
de la justicia histórica. Sus propuestas representan los primeros pasos
hacia una idea propia de educación intercultural para la sociedad
mayoritaria. Sin lugar a dudas se anticipaban a teorías y enfoques que
hoy hablan de la justicia cognitiva y del currículo justo. Sin embargo
se olvida con frecuencia de donde vienen las grandes ideas y en este
caso creo necesario recordar en voz alta que hace cuatro decenios se
nos planteó una tarea educativa inminente: erradicar los
prejuicios y los estigmas que proliferaron en libros de texto y cartillas escolares acerca
de los indígenas como salvajes, y los afrodescendientes como “esclavos”
perennes. Desde finales de los años setenta del siglo pasado se plantearon propuestas curriculares para llevar a las aulas un conocimiento cierto sobre nuestro devenir como nación diversa, con raíces que juntaron lo indígena y lo africano.
Hoy día cuando el drama del racismo y la discriminación
se hace notoriamente doloroso en las aulas de escuelas citadinas y nos enteramos que niñas y
niños sufren a diario los estragos de esta vieja patología social,
debiéramos revisar la historia y reconocer que mucho antes que fuera tan
famosa en libros y congresos, la interculturalidad ha sido un viejo
reclamo en esta nación de olvidos ilustres.
Dos evidencias que ratifican lo ya dicho: el reclamo en 1977 de Manuel Zapata
Olivella sobre la necesidad de incluir en el currículo oficial la
enseñanza de la historia africana. Un año después, 1978, la promulgación
del decreto 1279 resultado de la lucha de los indígenas arhuacos contra
la misión Capuchina y de todo un movimiento comunitario que dejó planteada la
necesidad de enseñar la historia y cultura de los pueblos indígenas contemporáneos.
Bogotá produce frecuentemente reportes de prensa sobre estos asuntos “interculturales”. A veces son buenas noticias, a veces
son tristes noticias.
Mientras las organizaciones y los movimientos
étnico-raciales mantengan su lucha contra el racismo, la discriminación y
la invisibilidad, creo que estamos ante una postura política y radical
sobre la interculturalidad, al fin y al cabo es un asunto histórico no
resuelto, razón por la cual deberíamos tramitralo en clave de derechos
humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario