Educar en la pandemia: relatos marginales
Don Roberto es albañil de oficio.
Gana cincuenta mil pesos diarios construyendo casas ajenas y desde que comenzó esta
cuarentena no ha podido trabajar. Su hija tiene 16 años, cursa grado once en un
megacolegio y quiere estudiar medicina. La familia vive en un asentamiento al
norte de Popayán, en una casa de ladrillo donde no hay computador, ni servicio
domiciliario de gas o de internet. La
niña intenta “estudiar desde casa” y realiza las tareas que recibe los lunes en
el whatsapp de su padre. Don Roberto quiere que su hija siga estudiando para
que sea doctora, por eso se esfuerza, pero tiene que escoger: o comen o se
conectan a internet. Su dilema no hace parte de los debates virtuales que
organizan algunos expertos para “dar consejos” sobre una realidad que
desconocen.
Julián tiene 21 años y hace
octavo semestre de ingeniería de sistemas. Viene de una familia campesina huilense
con la que aprendió a cosechar café y plátano. Vive en casa de unos paisanos que
no le cobran por el cuarto que ocupa. Su familia le envía mensualmente algo de
dinero y remesa para su alimentación. Desde que empezó la cuarentena Julián
pasa hambre, al igual que muchos estudiantes universitarios, no cuenta con todas
las condiciones para educarse en la virtualidad. En su casa no hay conexión,
así que debe pagar $ 2.000 por cada hora de internet que usa en el
establecimiento de la esquina o recargar su celular al menos con 5 mil pesos
para dos horas de trabajo en su portátil.
Dora trabaja en una escuela rural
a la que asisten 12 estudiantes entre los 8 y 16 años que viven en un caserío a
la orilla del río Guapi. Allí no hay energía eléctrica, ni agua potable; tampoco
hay señal para telefonía celular. Las familias sobreviven de milagro entre
pesca artesanal y cultivos de pan coger. La vida escolar se congeló en el
instante que Dora se embarcó rumbo a Guapi el 20 de marzo. No hay manera de
reemplazar las clases en el aula de madera, tampoco guías que mandar o talleres
para resolver por medios virtuales. En este rincón del litoral, los cuadernos
envejecen en silencio y los niños esperan que el río les devuelva su maestra
para que la escuela abra de nuevo.
Hilda es maestra indígena y
trabaja en la comunidad donde nació, creció y vive actualmente con su marido y
sus tres hijos. En su territorio las escuelas no se cerraron. Ahora los y las
docentes van a las casas para hacer acompañamiento, hablar con las familias y revisar
los trabajos de sus estudiantes. Tienen que trabajar muchas horas porque ante
la actual crisis planetaria se han declarado en minga “hacia adentro” para
tejer y sembrar buen vivir. A esto se le llama educación propia y es el
resultado de casi medio siglo de movilizaciones en la panamericana y pedagogía
comunitaria.
Esta pandemia es también un
espejo para reconocer nuestras tremendas desigualdades sociales y económicas,
así como las limitaciones de un sistema escolar en el cual “todos aprenden lo
mismo” en medio de las peores exclusiones. Como le pasa a la hija de don
Roberto, para quien el derecho a educarse depende del acceso de su familia al
trabajo, la vivienda, los servicios públicos etc.
Con hambre no se puede aprender o
enseñar bien. Sin trabajo digno no hay
como llevar el pan a la mesa, menos como orientar a los hijos en sus deberes
escolares. Sin gobiernos decentes los recursos públicos terminan en negocios
fraudulentos como Colombia Agro Produce.
Sin salud de calidad para estudiantes y docentes la educación está coja. Esa es
la otra pandemia de este país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario