El 4 de abril del 2014 un niño
afrocolombiano de once años murió por envenenamiento. Era estudiante de una
institución educativa distrital, y al parecer su condición racial le hizo
víctima de unos de sus compañeros de clase. No es el
primer caso de racismo que acontece en el mundo escolar. En el 2011, la
Secretaría de Educación Distrital de Bogotá tuvo que intervenir en el caso de
un chico que perdió uno de sus
riñones, debido a la golpiza que uno de sus compañeros le había propinado en el baño de estudiantes, debido a que el chico era un futbolista y un “negro” que los había goleado en la final
intercursos.
El racismo se ha convertido en
una forma de violencia latente, a la que nos hemos acostumbrado y de la que no
nos gusta hablar mucho. Se expresa en frases, apodos, chistes, gestos y
ridiculizaciones que habitan los patios de recreo, los buses, las calles, las
discotecas, los hospitales y los programas de televisión. Opera de forma
tan "natural" y compacta, que ya se volvió parte del humor del que
viven expertos imitadores y comediantes de la noche. Lo cierto es que sus
estragos en la vida de las personas, es algo realmente doloroso y terrible, y demanda en el ámbito de la educación y la pedagogía de este país, una seria reflexión seria y profunda.
Por cuenta del atroz fenómeno del
destierro conocido como desplazamiento forzado, muchas niñas y
muchos niños afrodescendientes han tenido que acostumbrarse a vivir alejados de
sus territorios de origen, en ciudades frías e intolerantes al color de su piel
y a su cultura. Ellas y ellos padecen las consecuencias de burlas, desaires,
desprecio e incluso maltrato físico de sus compañeros de aula e incluso de sus
maestros. Además de ser víctimas de la guerra que expulsa todos los días al interior del país, a las gentes de
las riberas del pacífico sur y del Chocó, tienen que sufrir los rigores de un sistema
escolar que aun no enseña que la región del pacífico es importante no sólo por
su biodiversidad, sino por los aportes que en el plano intelectual, económico y
cultural le ha hecho a esta nación.
Hay quienes dicen, desde una
cómoda orilla conceptual, que esto no es
un problema de "color de piel", que los asuntos de la raza ya están
superados en Colombia, y que es mejor no tocar esos temas y ahondar en un pasado
que ya nadie quiere recordar, pues estamos en tiempos de la “interculturalidad” (reducida a la idea apolítica de la convivencia con diferencia cultural). En fin, quienes piensan de este modo, seguramente no han pisado
estas escuelas en el sur o en el norte de Bogotá o de Soacha, y no saben del
apodo de "negrito" o "negrita" que se impone para las y los
afro, o de la soledad de las madres de familia que saben que a su niña de
siete años le dicen que es fea por ser
negra y tener ese pelo tan enredado.
Más allá de las teorías sobre la
multiculturalidad y todas sus arandelas, el hecho concreto es que nuestras culturas escolares reproducen un
racismo cultivado desde la colonia, pasado por la instrucción pública del general Santander y madurada en las cartillas, y textos escolares con los
que se enseñó que lo “bonito es lo clarito” .
Es tan grave la situación que
vivimos, que existe en nuestros centros educativos y en casi todas las
prácticas de educación inicial, la idea de que existe un "color
piel", que corresponde a la tonalidad del rosado. Entonces los niños y
las niñas de casi todo el país, aprenden a colorear su cuerpo con
un lápiz de color, que heredó la sustancialidad cromática de la piel humana,
así que nuestras pieles cobrizas, canelas, café o de tonalidades como el
"color majagua" de los bogas a quienes les canto Jose Barrios,
no existen. El "rosado" gobierna como emblema de nuestra
epidermis en este trópico colonizado por la vieja idea de la superioridad
racial.
En Bogotá, un grupo de pedagógas e investigadoras afrocolombianas, liderado por María Isabel Mena, María Stella Escobar, Red Hilos de Anansé y Red Elegguá,
mujeres y madres dolientes de estas causas, iniciaron hace una década un
importante proceso para lograr que la historia, la geografía, la literatura y
las ciencias que se enseñan en las aulas escolares, contribuyan a dignificar la existencia de
los descendientes de África en Colombia, y reducir los efectos nocivos del
racismo en las culturas escolares. Su tarea no ha sido fácil, incluso porque muchas
veces han debido enfrentar el rechazo y desinterés de parte de las entidades
públicas responsables de este asunto que claramente se ubica en el plano de los
derechos humanos.
Desde su orilla en Buenaventura,
la escritora Mary Grueso Romero creó una literatura infantil afrocolombiana
para acercar a nuestra niñez a ese acervo estético, espiritual y cultural que
reposa en los cuentos e historias de la diáspora africana. Consciente de las carencias de una escuela envejecida en sus ilustraciones y narrativas,
Grueso que fue maestra por más de dos décadas, inventó una “Muñeca Negra” y una historia espléndida que
ahora viaja por cuenta propia, enseñando y seduciendo con sus metáforas a madrinas-maestras de todo país.
Esta “Muñeca Negra” ha demostrado que el asunto del “color de la piel” en la escuela importa y mucho, sino habría que preguntarse ¿porqué no hay muñecas negras en
las canastas de juguetes de nuestros preescolares, ni siquiera en aquellos que
existen en zonas mayoritariamente afrocolombianas?
Zully Murillo, la grandiosa compositora
chocoana, nos ha demostrado que los arrullos son uno de las mayores herencias
que el mundo africano dejó sembrado en este rincón de América, para resaltar que los tiempos primeros de la infancia de niñas y niños demandan una dosis
muy grande de amorosidad y cercanía de maternidad extensa, que la música y los cantos de cuna
materializan de manera única.
El racismo nos ha hecho perdernos
de estas grandes lecciones sobre la crianza y la educación de los menores, pues
nuestra mentalidad colonizada mira para otro lado, para donde están los productos del
bebé Johnson y sus aditamentos de
belleza. Nos asusta mirarnos en el
espejo de nuestras verdaderas raíces, y preferimos regalar
una “barbie”, para que quede claro que lo bonito es clarito.
Es probable que todas las
acciones y las luchas que organizaciones, intelectuales y líderes
afrodescendientes, palenqueros y raizales han emprendido desde hace varias décadas, para encarar el
fenómeno del racismo en la escuela colombiana,
no alcancen todo juntos, a reparar moralmente a quienes
han sido maltratados en su dignidad debido a su color de piel, su cabello, sus facciones o su cultura de origen. Sin embargo yo misma no estaría escribiendo
estas líneas si no hubiera existido el grupo Soweto del profesor Juan de Dios
Mosquera, reclamando a finales de los años ochenta una educación sin racismo. O si
no hubieran surgido los procesos etnoeducativos de Palenque, norte del Cauca y
sur del Valle con su insistencia en la
niñez y la identidad cultural hace más de treinta años.
Todavía falta mucho camino por
andar en materia de erradicar el racismo del ámbito de la pedagogía y la educación en Colombia, pues en muchos casos para las personas afrodescendientes, aprender a leer, a escribir y a calcular matemáticamente, fue una experiencia de menosprecio y prejuicio en la escuela. Pues los saberes escolares también están
contagiados de los prejuicios y dogmas heredados de los tiempos de la esclavitud
como empresa.
Necesitamos en Colombia una educación capaz de promover reparaciones en el orden simbólico y epistémico, para resarcir los estragos del racismo en la
escuela. El primer gran paso y tal vez el
más difícil, es aceptar -con vergüenza pero con honestidad- que somos una
nación profundamente racista. Que los noticieros le dan más centralidad a los partidos
de futbol que a las noticias sobre la grave situación humanitaria del pacífico colombiano, que Buenaventura le ha dolido más a sus paisanos que al resto
del país que vive de la riqueza que ingresa por su muelle; que el Ministerio de
Educación no se compromete con la implementación de la Cátedra de Estudios
Afrocolombianos porque no le importa el problema del racismo de este país. Basta solo con mirar qué lugar ocupa la historia y la
cultura afrodescendiente en el sofisticado currículo oficial, en sus
lineamientos de "las competencias" y las pruebas censales que trasnochan a rectores y secretarios de
educación.
Mientras las políticas del
conocimiento que dominan el sistema educativo colombiano, propicien esa
ignorancia que niega o estigmatiza la condición afrodescendiente, el
sector educativo es también corresponsable de que el racismo crezca con sus
“computadores para educar” y su indiferencia frente a este que es el peor de
todos los matoneos posibles. La mayor
responsabilidad del ministerio, las secretarías de educación, los y las docentes y directivos docentes, es implementar la Cátedra de Estudios
Afrocolombianos en sus establecimientos educativos, tal como lo establece el
decreto 1122 de 1998.
El silencio, la invisibilidad de
las víctimas y la naturalización del racismo escolar son igual de graves que
los actos de discriminación, por eso es una obligación del magisterio atender
esta tarea como una de las más importantes en materia de derechos humanos y en
la perspectiva del derecho a la educación, pero a una educación no
discriminadora, no racista.
La Cátedra de Estudios
Afrocolombianos representa la punta de un iceberg, en cuyo fondo reposan las
palabras proféticas de Zapata Olivella reclamando en 1977 que se incluyera en
los planes de estudios escolares de nuestros países, la enseñanza de la historia africana como una
manera de disminuir la ignorancia que nutre prejuicios y subvaloraciones. Se
trata de una vieja batalla por el reconocimiento y la dignidad, y por esa razón
llena de regocijo que el pasado 29 de
mayo de 2015, la Secretaría de Educación Distrital de Bogotá hizo homenaje público
a un grupo docente por su ingente labor
en la promoción de la Cátedra de Estudios Afrocolombianos en esta ciudad
capital.
Renacen los nobles idearios y
ahora en algunas universidades el esfuerzo valiente y mancomunado de docentes e
investigadores ha dado existencia a la Cátedra
Manuel Zapata Olivella en la Universidad de Antioquia; la Cátedra Ana Fabricia Córdoba en el Centro
Popular Afrocolombiano de Medellín, y la Cátedra
Rogerio Velásquez Murillo en la Universidad del Cauca.
Un reconocimiento a todas estas personas
que con su trabajo pedagógico e intelectual
hacen posible el derecho a una educación
no racista.
Una nueva página se escribe con
el trabajo de las y los docentes, escritores, poetas, músicos, gestores culturales e intelectuales que en
los territorios de la escuela en Palenque de San Basilio, Cartagena, Montería,
Barranquilla, Puerto Tejada, Armenia, Pereira, Manizales, Palmira, Cali,
Popayán, Buenaventura, Norte del Cauca,
Chocó, Medellín, Putumayo, Nariño y muchos otros lugares de este país, están
cambiando la historia de la educación colombiana y erradicando prácticas
racistas como el uso del llamado lápiz“color piel”.