Junio 19 de 2015
En las paredes tiznadas de la cocina de su antigua casa materna en
el Valle del Patía, quedaron plasmados con carbón de leña los primeros trazos
de un niño precoz, que a la edad de 5 años supo que quería dedicar su
existencia al dibujo y al arte de pintar. Andrés Caicedo se llama el
protagonista de esta historia, como el famoso escritor caleño de los años
setenta del siglo XX, pero el nuestro nació y se educó en la comunidad de
Galindez, viendo el cultivo del mate, el paso de la mulas en los trapiches, oyendo
los cuentos de empautados, acompañando la vida del río, y aprendiendo con la pedagogía de la corridez de la maestra
Lola Grueso, a escribir con el corazón. Cuando estuvo en edad de decidir su
camino, viajó a Popayán para ingresar a la Facultad de Artes y cumplir su auto
profecía de infancia.
Su tacto y su memoria están atados amorosamente a su territorio de
crianza, donde se rememora para recrear e inventar unas formas estéticas que
combinan ancestralidad y naturaleza. Cuando reflexiona sobre su camino como
creador, recuerda que desde muy niño sintió la urgencia del arte, ese afán
incontrolable por hundirse en el universo cromático de sus lápices escolares y las figuras que rellenaba
apasionadamente en el cuaderno.
Andrés
Caicedo también escribe y piensa su obra en voz
alta, y ha planteado que existe una memoria
bioétnica ancestral que le inspira, le acompaña y le moldea la mano, por
ello busca infatigablemente una estética y una semiótica para la cosmovisión afropatiana.
Su paso por los salones universitarios le sirvió para conocer más y para afirmarse
en su sensibilidad. Sabe de los grandes pintores, sus grandes técnicas de color
y luz, y sus biografías densas y a veces trémulas. Sin embargo encontró que
cada quien tiene un lenguaje, y en su caso lo estremecen las texturas que
hablan en armonía con la humedad del suelo y sus troncos multiformes. Su obra
es una antología plástica que pone en escena a quienes se funden en el agreste
y caluroso territorio del Patía, por esta razón el artista dice que a él le
sucede igual que a Van Gohg con las pinturas de los campesinos labradores de
los trigales.
En el año 2009 fue junto con Amparo Gómez,
también artista del Patía, invitados de honor a la Exposición BLACK HISTORY MONTH en el Centro Cultural
Colombo Americano de Cali. Su visión del Patía es esperanzadora y profunda.
Cuando habla de sus esculturas e instalaciones, reconoce que es su manera de
narrar sus “raíces negroides”, y de juntar el pasado y el presente de su propia
historia.
Obtuvo su título en Artes Plásticas en la
Universidad del Cauca, con su obra “Patía, entre el río, el monte y la llanura (2013)”,
cuya calidad y originalidad le hicieron merecedor
de mención honorífica. Una de las piezas que hace parte de esta impresionante
creación, es una escultura cuyo nombre es “La Lavandera”. Se trata de una
figura tejida en fique
sobre hojas de colino seco, cuyo tamaño corresponde a las medidas reales de
quienes a diario laborean a orillas del Guachicono, para dejar limpias las
vestimentas de su prole. Su arte de maderas labradas y cabuyas finamente
tejidas, rinde memoria a la vida que pasa entre valles, montes y ríos, con
gentes que bailan y tocan violín para contar historias viejas y nuevas de una
negritud perpetua.
Andrés sueña con seguir sus estudios de Maestría en una de las
grandes escuelas del país, y llegar a dominar un lenguaje complejo que combine
todas las expresiones de su cultura del Patía, como la oralidad, la música, la
danza y el movimiento corporal del laboreo. De su puño y letra, el poema que
acompaña la estampa vegetal de las lavanderas convertidas en escultura
tributada:
“Lava, lava, lavandera,
lava, lava,
la esperanza…
que de ti
depende que ésta
cada día se renazca…
Sueños tras
sueños haz de tener,
que a la
corriente debes tirar…
para que
ella en su recorrer,
te de la
fuerza y así poder,
limpiar tu
alma y renovar;
todos tu sueños cristalizar…
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