Febrero 1971- Febrero 2015
Desde la república
y su guerra de los Mil días, quedó
claro que todas las formas posibles de violencia y represión en Colombia estarían
justificadas cuando se tratara del “enemigo interno”.
Empezando
el siglo XX Manuel Quintín Lame, un sobreviviente de esta guerra, decidió rebelarse contra los dueños de
hacienda, que bajo el manto de la iglesia y la venia de muchos liberales,
hacían del terraje una versión moderna del antiguo régimen feudal. Estuvo preso
más veces de las que se puedan recordar. Escribió centenares de oficios y
querellas, reclamando para los indios, la tierra de resguardo que les había
sido robada por doctores del terraje en Popayán, Neiva y Cali. Los años veinte
vaticinaron un largo camino para la rebeldía indígena, y nadie en ese entonces
esperaba que con el paso del siglo, la imagen del viejo de cabellera larga y
curtida por el páramo se convirtiera en emblema de miles y miles de los hijos
de la tierra.
Entrados
los años cuarenta, la combinación entre feudalismo y bipartidismo producía una
sociedad terrateniente poderosa y centralista, que explotaba sin compasión a
generaciones de campesinos, mientras la iglesia bautizaba a sus pobres
descendientes para ampliar la lista de pasajeros al reino de los cielos. Eran
tiempos de hambruna, de la llegada de las ideas socialistas a estos países
andinos y de gente que empezaba a hacer de la política un medio de
emancipación. Quienes se organizaron en ese entonces -obreros, campesinos y estudiantes universitarios- se les llamó chusmeros,
comunistas, ateos y posteriormente guerrilleros. Se les persiguió hasta la
muerte con la bandera tricolor de un estado católico, autoritario,
militarista y nacionalista.
La violencia
bipartidista arrasó con regiones enteras durante los años cincuenta. La voz de
monseñor Builes y muchos gamonales inspiraron a diáconos como el Cóndor de la
novela de Gustavo Álvarez Gardeazabal, para que se apoderaran de las esquinas
de los pueblos y sembraran a punta de camándula terror y obediencia. Dicen los
entendidos, que luego de grandes épocas de represión vienen las grandes
rebeliones, y los años 60 fueron en este país una hecatombe cultural, política
y social. Las universidades públicas eran públicas en sus debates y sus campus
sin cercados, ni muros, hervían en las ideas de la revolución y la lucha de
clases. La Asociación Nacional de Usuarios Campesinos ANUC inauguraba un tiempo
de lucha bajo la consigna “la tierra p´al que la trabaja”. Miles de campesinos y campesinas decidieron despedir al
feudalismo y a los señores feudales de este país. La esperanza de un buen vivir
en el campo, se respiraba en los discursos radicales sobre la lucha
popular. La
banda sonora de Víctor Jara palpitaba en ciudades y campos, y el verbo del
momento era desalambrar. Desalambrar
la tierra, la mente, la historia del continente...
Hace 44
años (21 de febrero de 1971) un puñado de
campesinos e indígenas del Cauca decidieron crear el Consejo Regional Indígena
del Cauca CRIC en una asamblea que se llevaba a cabo en el norte del
departamento. La mayoría de ellas y ellos respiraban la ideología de la época,
muchos habían hecho parte de la ANUC en sus dos vertientes, otros habían
militado en el MRL con el pollo López, como fue el caso de Juan Gregorio
Palechor, uno de los fundadores de esta rebeldía colectiva. E incluso había uno
que otro iniciado por comunistas o socialistas que habían hecho su trabajo de
base en algunas zonas del sur del país. Lo cierto es que ese nacimiento
representa un hito en la historia de las luchas sociales de este país y de
América Latina, pues bajo la sigla del CRIC se construyó una manera de hacer
política desde lo ancestral y desde lo comunal. El CRIC ha sido sobre todo un
gigante movimiento comunitario que ha demostrado de lo que es capaz un pueblo
que se rebela contra una larga historia de subordinación y explotación.
1971
fue un año difícil. Eran horas de gente rebelde
y de rebeliones de gentes en Colombia. Los campesinos de la ANUC desalambraron
haciendas y latifundios en Córdoba, Cesar, Sucre y Magdalena. Se organizaron en
el norte del Cauca, en Nariño y toda la zona andina para hacer congresos
durante semanas enteras y debatir la “línea políticamente correcta”. La
propiedad de la tierra era injusta e infame, la gente moría de hambre
produciendo arrobas de algodón y arroz para el mercado. El marxismo y el
maoísmo andaban de moda en las tierras de Alejo Durán, y de Garzón y Collazos.
Era un país que se politizaba vertiginosamente mientras oía Radio Sutatenza y
sus lecciones sobre la “nobleza” del alma campesina.
En medio
de toda esta marejada ideológica y política, los indígenas del Cauca tomaron
como bastión ideológico el legado de Manuel Quintín Lame. Desempolvaron la ley
89 de 1890 de origen colonial y decidieron enfrentar a la iglesia, a la nobleza
payanesa y a todos sus fieles servidores públicos. La recuperación de la
hacienda Cóbalo representa uno de los grandes íconos de esta memoria de la
dignidad que heroicamente Jorge Silva y Marta Rodríguez filmaron bajo el título
“Nuestra Voz de Tierra” y cuyos primeros planos hacen parte del legado audiovisual
del siglo XX en este país. La lucha por las tierras de Cóbalo es muy
significativa pues se trataba de áreas de resguardo que para aquel entonces eran
del dominio del alto clero de la ciudad blanca, quienes se valían de la cristiandad
para explotar a los indígenas de Coconuco y surtir sus arcas.
Vinieron
una tras otra las recuperaciones de tierra, y a diferencia de lo que sucedió
con Quintín Lame, esta vez eran pueblos enteros del Cauca quienes se levantaban
sin miedo y reclamaban sus derechos. Desde
entonces los pueblos organizados en torno al CRIC han dado grandes lecciones
políticas y morales. Han fundado escuelas y una universidad propia. Han puesto
en jaque a la derecha y también a la guerrilla. En los años ochenta hicieron un
mandato en el resguardo de Vitoncó bajo el cual exigieron a los grupos
guerrilleros salir de sus territorios. Han marchado, se han tomado la carretera
panamericana más de una vez, han conmovido a ciudades enteras con su paso
valiente y han logrado el respeto de la sociedad colombiana.
Pero la
historia del CRIC y sus gentes también está signada por terribles y dolorosos
hechos como los asesinatos de más de cien de sus líderes, maestros, comuneros y
cabildantes -hombres y mujeres-. Las sombras de acontecimientos como la masacre
del Nilo en el resguardo de Caloto o el asesinato del sacerdote nasa Alvaro
Ulcué, bordean el verde y rojo de las banderas que se izan cada vez que el CRIC
decide rendir tributo a la memoria de sus muertos.
Como muy
pocas organizaciones en Colombia, el CRIC es un sobreviviente de los años
ochenta y su llamada “guerra sucia”, cuya
furia extinguió las voces de cientos de procesos organizativos del Magdalena
Medio, Antioquia, Chocó, Valle del Cauca, Sucre, Córdoba, Magdalena, Meta,
Arauca y del Pacífico sur entre muchas otras regiones.
Por eso al
celebrar cuatro largas décadas de existencia del Consejo Regional Indígena del
Cauca –CRIC- asistimos a un evento casi excepcional de un movimiento social que
ha logrado en medio de toda clase de guerras y toda clase de adversidades,
convertirse en una experiencia ejemplar de paz comunitaria en una de las
regiones más violentas de Colombia.
Desde 1971
los congresos del CRIC no sólo son un escenario de deliberación y toma de decisiones de los pueblos indígenas y sus
autoridades. También han sido y son un escenario de socialización política en
el cual jóvenes universitarios provenientes de todo el país, hoy como desde
hace cuatro décadas, acuden para aprender algo de esta voces ancestrales que
con la autoridad de sus varas de chonta han proclamado grandes ideas sobre la
autonomía, el territorio, la justicia propia y el derecho a la vida.
Las viejas
chivas modelo 80 corren por este sur de Colombia atiborradas de gentes de todos
los tamaños y de todas las edades que acuden a los congresos y a las asambleas
del CRIC con la alegría y la fuerza con que se asiste a un antiguo ritual, para
ser bendecidos por una fuerza sobrenatural. Es inevitable ver las cosas de este
modo, pues se trata de congregaciones que suman más de 30.000 personas en La
María, el territorio demarcado por los pueblos indígenas del Cauca para pensar
y debatir públicamente sus asuntos.
No hay
mucho más que decir.
¡Que viva el CRIC!
Y gracias
a cada uno de sus líderes, de sus gigantes y valientes mujeres por que han sido
capaces de pensar con el corazón y actuar con valor.
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