sábado, 30 de enero de 2016

¿Pedagogía o mercado? La supervivencia de las licenciaturas en Colombia




Elizabeth Castillo Guzmán
Universidad del Cauca
Popayán, enero 29 de 2016

“Nadie puede enseñar lo que no ama, aunque se sepa todos los manuales del mundo, porque lo que comunica a los estudiantes no es tanto lo que dicen los manuales, como el aburrimiento que a él mismo le causan. Y ante las fórmulas más brillantes de los filósofos, antiguos o modernos, no cosechará más que bostezos. El que enseña no puede comunicar lo que no ama”

(Carta de Estanislao Zuleta a los maestros, 1989)



Desde finales del siglo XIX, cuando surge como política educativa, la formación de los maestros en Colombia ha sido potestad de las escuelas normales superiores y las facultades de educación de las universidades. Unas y otras han sido a lo largo de la historia educativa nacional[1], las instituciones autorizadas para orientar, investigar, evaluar, reformar y direccionar la formación docente y la pedagogía como disciplina fundante del oficio. Luego durante buena parte del siglo XX, la formación inicial del docente se entendió como su escolarización temprana con fines magisteriales. Para este propósito, las escuelas normales superiores y sus internados fungieron como el molde para cultivar la vocación magisterial. Así se configuró al paso del tranvía y la modernidad, la figura del maestro como un ser casi religioso, cuyo noble oficio implicaba votos de pobreza. Nuestra literatura nacional registra bellamente las aventuras y epopeyas de señoritas que murieron vírgenes en escuelas a donde nunca llego la electricidad, o de solterones católicos que defendieron sus pizarras y sus libros del fuego y la furia de las venganzas bipartidistas.

A las puertas de las primeras escuelas del siglo XX llegaron hombres y mujeres iluminados por la fe en la educación, convencidos de la trascendencia de su oficio en la historia y con la “Alegría de leer” como texto perenne. Un siglo después llegarían a los nuevos edificios escolares, y en sus aulas, profesionales universitarios, seleccionados bajo parámetros psicotécnicos y duras pruebas de conocimiento. Ellas y ellos menos ilusionados que sus antecesores, ocuparon un lugar viejo y contemporáneo a la vez, que la política educativa ha moldeado, destruido y reinventado, siempre con la imposibilidad de resolver del todo la fórmula que produce buenos maestros a bajo costo.  

Justamente en este momento en el que comienza el debate sobre el decreto 2450, de reciente expedición y cuyo objeto es regular la formación universitaria que se imparte en los programas de licenciatura, me parece importante echar mano de la historia para resaltar algunas ideas, algunos momentos y ciertas luchas que no en vano tuvieron eco en el siglo XX, y que seguramente no se divulgan desde que la educación dejo de ser un campo de combate  y se convirtió en una bolsa de empleo en disputa.
                                                                                                                                          

La invención del maestro como “sujeto de saber”


El surgimiento del Movimiento Pedagógico Nacional en los años ochenta produce una transformación en las maneras de comprender la formación y el status del maestro colombiano. En 1982 y bajo la dirección de la Federación Colombiana de Educadores (Fecode), tiene lugar un movimiento gremial, político e intelectual de los maestros y las maestras de toda la nación colombiana, que produjo un ambiente de debate y reflexión en torno a la pedagogía y la educación como ámbitos del saber y el oficio docente. Este proceso produjo importantes episodios como la creación de la revista Educación y Cultura, la realización de congresos pedagógicos y la definición de una plataforma de la educación pública que fue materia prima para la constituyente educativa en 1991 y la posterior fundamentación de la Ley General de Educación en 1994 (CEID-FECODE, 2007: 33). Añado a este balance, el haber logrado visibilizar al maestro y la maestra como sujetos políticos en la arena de los movimientos sociales de finales del siglo XX. 

En el contexto de esta movilización, se plantea una dura crítica a los enfoques y las políticas oficiales de formación del maestro colombiano, insistiendo en su negativo impacto en cuanto a su auto-representación como intelectuales y profesionales de la pedagogía.

El surgimiento del Movimiento Pedagógico debe conducir a las facultades de educación a una rigurosa interrogación acerca de su ser intelectual. En primer lugar deben preguntarse: ¿ha sido el saber difundido por las facultades de educación, representativo del ser intelectual del maestro?  La crítica es una condición de toda transformación, ¿de qué nos puede servir la mistificación de las viejas taras?  Entonces nuestra respuesta debe ser NO, un NO rotundo; porque si algo pone en cuestión la función intelectual de las facultades de educación, es el surgimiento del Movimiento Pedagógico.

Hagamos más específico el cuestionamiento. El surgimiento del Movimiento Pedagógico pone en cuestión la forma en que ciertos saberes son pensados y enseñados en las facultades de educación. ¿Cuáles? La psicología evolutiva, la administración educativa, la sociología de la educación, las tecnologías de la enseñanza, las técnicas de investigación, los modelos estadísticos. No hablamos de eliminación como podría pensar un inspector de escuela, hablamos de un reordenamiento, de una  nueva conceptualización, que sitúe estas disciplinas del lado del maestro y no de aquellos que lo vigilan y controlan  (Zuluaga, 2002: 307).

Los aportes teóricos de estos y muchos otros debates, contribuyeron sustancialmente para replantear, en el marco de la reforma constitucional de 1991, una nueva concepción sobre la educación como derecho, el docente como profesional de la educación[2] y la pedagogía como campo fundante del saber y la práctica del magisterio. Tanto en el bloque constitucional, como en la Ley General de Educación de 1994, fue notoria la influencia del Movimiento Pedagógico en lo referido a su fundamentación filosófica y conceptual. En materia de formación docente, por ejemplo, el artículo 109 de la Ley 115 establece que dichos procesos tienen como finalidad:

a) Formar un educador de la más alta calidad científica y ética;
b) Desarrollar la teoría y la práctica pedagógica como parte fundamental del saber del educador;
c) Fortalecer la investigación en el campo pedagógico y en el saber específico, y
d) Preparar educadores a nivel de pregrado y de posgrado para los diferentes niveles y formas de prestación del servicio educativo.

El país había dado un paso adelante y reconocía el profesionalismo del docente como resultado de un proceso sistemático, en el cual la pedagogía se entendía como saber fundante. De una parte, los aportes de Fecode y el Movimiento Pedagógico en la comprensión de la formación docente como un proceso continuo, crítico y pedagógico, y de otra la normatividad expedida en esta  materia, producen las condiciones de posibilidad para una renovación en la manera de valorar y entender estos procesos. En este punto vale la pena resaltar la centralidad que la pedagogía como campo de saber y de práctica obtuvo en el conjunto de discursos, decretos y planes referidos al tema de la formación docente en Colombia. Entre 1997 y 1998 se producen dos decretos[3], que reglamentaron los postulados contenidos en la Ley General de Educación y sentaron las bases para el Sistema Nacional de Formación de Educadores. Sus contenidos se convirtieron “en referentes de primer orden para las nuevas propuestas de formación” y en la plataforma de los posteriores procesos de renovación curricular en las Facultades de Educación y en las Escuelas Normales (Calvo, 2004).

A lo largo del documento que lo sustenta, y de toda la propuesta sobre el Sistema Nacional de Formación de Educadores, subyace la idea de que la calificación y mejoramiento de la formación de los educadores es pieza fundamental en la consecución de la calidad de la educación. Los alcances más significativos y concretos del Decreto 272 son los referentes a la organización de los programas académicos en educación. La introducción de los núcleos del saber pedagógico, básicos y comunes como exigencias específicas en el contenido del currículo de formación de formadores de las instituciones de educación superior, resulta fundamental, puesto que los distintos programas, desde la aparición del decreto, debieron reacomodarse de acuerdo con ellos de manera estructural (Calvo, 2004: 34)

El magisterio colombiano ha tenido que enfrentar el desmonte gradual del ideario establecido en la Ley 115. Como lo define Rodríguez (2002), a finales de los años noventa empieza a cocinarse una verdadera “contrareforma” que antepuso economía a pedagogía. La lógica neoliberal de reducción de costos se impuso a los nobles propósitos de la educación como derecho, ahora condicionada a la estandarización y las competencias. Con la expedición de la ley 715 de 2001, se produce la contra-reforma de facto, pues se trata de una norma cuyo rasgo central es su incidencia territorial en la administración del sistema escolar. Aunque no se trata de una ley educativa, el ámbito de aplicación de la 715 incluye la contratación de los maestros, el desarrollo curricular y las formas de evaluación  escolar. El éxito de esta norma es que condiciona el acceso a  todos los recursos de la educación pública, a la implementación de un esquema estandarizado de cobertura, calidad y eficiencia del sistema en todo el país. 

Así las cosas, los procesos normativos que dos décadas atrás,  pusieron a la pedagogía en el centro de la cuestión sobre la formación docente, tuvieron que adaptarse poco a poco a la presión de una política sostenida en la idea de lograr la calidad aumentando cobertura a bajo costo, y con menos maestros. Las escuelas normales empezaron su lento proceso de extinción en Colombia, y las facultades de educación revirtieron sus esfuerzos, pues la formación inicial de maestros perdió capacidad para competir en un nuevo milenio donde la ministra de turno proclamó que “para ser docente no hacía falta dominar la pedagogía”. El decreto 1278 expedido en el año 2002[4] estableció entonces en su capítulo II: “para ingresar al servicio educativo estatal se requiere poseer título de licenciado o profesional expedido por una institución de educación superior debidamente reconocida por el Estado”.

El profesionalismo del educador enaltecido en 1994 pasó al archivo de la historia legislativa, y el decreto 272 de 1998 quedó extinto por las vías de hecho. A partir de entonces, la gesta del Movimiento Pedagógico, las escuelas normales superiores y las facultades de educación  se ve lesionada de forma profunda e irreversible. Se trata de un cambio de época. La pedagogía como saber del maestro, se suprime y es prescindible en las nuevas políticas educativas que privilegian a “otras” profesiones. Con menos de veinte años, la reforma del 94 y sus aspiraciones de dignificar y cualificar el oficio del maestro en los programas de pedagogía, empezó su declive, y será en el terreno de los grupos de investigación, los programas de posgrado y los colectivos de docentes herederos del Movimiento Pedagógico, donde se anidarán los terrenos de la resistencia al neoliberalismo educativo del siglo XXI. Un claro ejemplo de ello han sido la Expedición Pedagógica Nacional, la creación del IDEP en Bogotá, y la reciente apertura del primer pregrado en Pedagogía en la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia.

Sin pedagogía no hay calidad en la formación docente

Muchas de las personas encargadas de diseñar las políticas educativas, dirigir y asesorar los ministerios de educación, escribir los textos escolares que usan los docentes,  programar las evaluaciones censales escolares, organizar los planes de estudio de las licenciaturas e incluso dirigir y enseñar en las facultades de educación, no conocen el oficio de ser maestro, tampoco saben que la pedagogía es un campo de saber con una amplia producción teórica.  Con títulos universitarios en todas las demás disciplinas, pero con un limitado conocimiento de lo que es la enseñanza, muchas de estas personas no conocen la escuela por dentro ni su funcionamiento, por eso cometen tantos errores de cálculo y de táctica, que se pagan con los impuestos que pagamos todas y todos.
Los maestros y las maestras son las únicas personas que nunca se van de la escuela, por esta razón conocen las limitaciones de las reformas producidas desde Bogotá, y profetizan los puntos de quiebre de indicadores y variables que no pueden maniobrar con tanta pobreza y marginalidad en las zonas más apartadas de los grandes centros urbanos. Este es uno de los graves problemas que tenemos en Colombia, la desigual relación entre política y pedagogía, entre tecnócratas y docentes. Para la muestra un botón: nuestras tres últimas ministras de educación han sido economistas, sobra decir que aquí en Colombia hizo carrera la idea según la cual la pedagogía no hace falta para dirigir la educación pública en el segundo país más inequitativo de América Latina

En el año 2014 la Fundación Compartir, esa misma que entrega anualmente los premios a los mejores maestros en Colombia, realizó un estudio titulado Tras la excelencia docente ¿Cómo mejorar la calidad de la educación de todos los colombianos?, sustentado en una serie de comparaciones y mediciones entre calidad de la educación (resultados de las pruebas Saber y Pisa), y el perfil de formación de los docentes colombianos. Alejandro Alvarez (2014) advierte sobre el reduccionismo economicista del estudio y el riesgo de las “recomendaciones” que sugiere al Ministerio de Educación Nacional. Quiero citar algunos planteamientos que considero esenciales para ponernos en  antecedentes de la expedición del decreto 2450 de 2015.

El “Estudio Compartir” escogió otro camino. Primero aplicaron fórmulas econométricas para comprobar si en Colombia el “factor docencia” es o no determinante en la “calidad” de la educación. Y luego, una vez comprobado esto, estableció cuáles son los maestros “buenos” y cuáles son los “malos”, para determinar las medidas a tomar. Para ello cruzaron los resultados de las pruebas Saber 11, en el área de matemáticas y lenguaje, con datos referidos a los docentes (edad, pontaje en la prueba de ingreso, tipo de escalafón al que pertenecen – 2277 o 1278 -, estudios de posgrado, profesional formado como docente o no, tipo de vinculación laboral, entre otros)…
Una de las variables a la que le prestan especial atención es a la de la formación de los maestros. Dedican un capítulo completo a analizar la calidad de dicha formación en las Facultades de Educación. Descartan analizar lo que sucede en las Escuelas Normales Superiores porque consideran que allí no se deben formar los maestros. Esta será una de sus recomendaciones que proviene de lo que llaman una evidencia empírica: “Nos concentramos en la oferta de educación universitaria motivados por el hecho de que en los países exitosos en calidad de la educación los docentes tienen como mínimo formación universitaria de cuatro años (pp. 106)”
Así despachan más de un siglo de discusión académica y pedagógica acerca de la pertinencia de la formación Normalista. Suponemos que desconocen esta tradición y el inmenso legado que le han dejado estas instituciones a la educación y a la pedagogía en Colombia (Alvarez, 2014: 24)

Una verdad de puño, es que en la mayoría de las universidades colombianas las facultades de educación no son consideradas las de mayor importancia, o al menos no tanto como aquellas donde se forman ingenieros, abogados o médicos. Tampoco los resultados de las pruebas ECAES obtenidos en sus programas de licenciatura son determinantes en la definición de las mejores universidades. Desde finales de los años noventa  el asunto de la formación pedagógica como ya lo mencioné,  quedo al garete, y en algunas universidades poco importo el decaimiento del decreto 272, y la crisis resultante de concursos en los cuales los licenciados quedaban por fuera y los profesionales de otros campos accedían al empleo oficial en el magisterio.  

El debilitamiento no es culpa solamente de los reformistas neoliberales, también de quienes sin contar con autoridad académica “usurparon” los lugares del saber pedagógico y redujeron el ámbito de la educación al sentido común. Incluyo aquí a profesores que confundieron por décadas didáctica y pedagogía, y pedagogía con metodología, o quienes llegaron en paracaídas a estos programas universitarios para luego declararlos “cabeza de ratón” en el ranking académico.

A finales del 2014 apareció la “Gallinita de los Huevos de Oro” y como nunca antes en la reciente historia de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional (MEN) destinó un montón de recursos económicos para financiar becas destinadas a la formación posgradual de maestras y maestros de todas las regiones. Se abrió una convocatoria con una meta gigantesca: 4.500 beneficiarios por un monto de 56.000 millones para el 2016, que se suman a las 3.000 becas otorgadas en el 2015 y atendidas por ocho universidades públicas y nueve universidades privadas[5].  Visto así, el mercado de la “formación docente” se inauguró oficialmente en Colombia, pues hasta entonces las maestrías en educación sobrevivieron por el esfuerzo de estudiantes que hipotecaban sus sueldos para pagar las altas matrículas, o la ardua tarea de docentes que resistieron los peores embates y lograron sostener sus maestrías con el respaldo de los grupos de investigación.  

Mientras pasa el hito de las becas y los 56.000 millones, los programas de pregrado pasan a revisión de calidad y su “mayoría de edad” será evaluada con la lupa neoliberal que exige alta calidad sin invertir en ella. La increíble redacción del decreto 2450 y su lenguaje Icontec busca prescribir la calidad de la formación docentes a criterios que durante décadas el propio MEN desconoció. Ahora resulta que es de todo su interés, apretar a las Licenciaturas para que obtengan su registro de alta calidad con exigencias que  ponen nervioso a más de un universitario. Esto en un plazo que se vence el 9 de mayo, es decir en 16 semanas. Recientemente las grandes universidades privadas crearon programa de licenciaturas  -como en el caso del ICESI y Los Andes- a donde llegaron a estudiar “los bachilleres más pilos” de los municipios más pobres,  que nuestra inquieta ministra beco en el año 2015, para formarse como licenciados con doble titulación y nuevo estrato socioeconómico. Ahora vendrá un nuevo slogan ¡Ser licenciado de universidad privada, paga! Seguimos compitiendo en desigualdad de condiciones en la aparente modalidad del aseguramiento de la calidad de la educación superior.  

Este episodio demanda también un ejercicio autocritico por parte de las universidades. Al respecto hay preguntas para quienes en calidad de decanas y decanos participaron en las sesiones de debate que entre 2014 y 2015 ocurrieran entre ASCOFADE (Asociación de Facultades de Educación) y el MEN. Interrogantes a quienes guardaron silencio sacro frente a los borradores de esta reforma navideña, que se suma a la desgracia de hacer ampliación de cobertura a costa de sobreexplotar a catedráticos y profesores ocasionales con contratos de 4 meses,  y soportando una ley 30 que nos empobrece cada año con su obsoleta fórmula de financiamiento.

Más allá de las reacciones primarias contra el “estado neoliberal" y sus sombras arbitrarias, deberíamos revisar con juicio el decreto 2450, así como algunos de los debates promovidos a finales del siglo XX por FECODE y algunos intelectuales, a propósito de las fundamentaciones epistémicas y políticas de la formación de maestros en Colombia.  Es urgente evaluar si hemos empeñado todos los esfuerzos para lograr que en los programas de licenciatura estén los mejores y los más comprometidos docentes con el campo de la pedagogía; valorar si existe en nuestras licenciaturas una vocación académica  en torno a este campo, o todavía sucede que algunos docentes andan declarando como pedagogos a cuanto autor se les aparece, como el triste celebre caso de Piaget, Vygotsky y Chomsky citados como tales en más de un curso o una tesis de licenciatura.

El campo de la educación y la pedagogía han sufrido una tremenda subalternización por las políticas educativas neoliberales, la política crediticia del Banco Mundial en materia educativa,  la soberbia eurocéntrica de las ciencias y las disciplinas “duras” que dominan los currículos en muchas licenciaturas, y una cultura universitaria que olvida que los grandes humanistas de este país se formaron en la Escuela Normal Superior de la Universidad Nacional de Colombia, por allá en la década del cuarenta del siglo pasado.

La frase de un colega cercano,  resume el complejo de inferioridad subyacente: “Ahora estoy bien, en un departamento donde formamos historiadores puros,  no esos licenciados que ni saben de una cosa, ni saben de la otra”.

Nos quedan pocos caminos. Uno de ellos es dar el debate público sobre la situación estructural de las licenciaturas, y replantearnos el lugar de la pedagogía en los planes y enfoques de formación como un asunto urgente. El otro camino es seguir el oficio burocrático de llenar formatos y decir “verdades a medias” y, para ello no hace falta pensar, como diría Estanislao Zuleta en su célebre texto “El elogio a la dificultad”.
  

Bibliografía

Álvarez, Alejandro. (1991) Leyes generales de educación en la historia de Colombia, en: Revista Educación y Cultura No 25.  Fecode, Bogotá.
                                            (2010) Formación de nación y educación. Siglo del Hombre Editores, Colección Culturas y Pedagogías. Bogotá
                                            (2013) La Mirada Empresarial. A propósito del informe Compartir.
http://sutevalle.org/wp-content/uploads/2014/09/DOC.-COMPARTIR-LA-MIRADA-EMPRESARIAL-DE-LA-EDUCACI%E2%94%9C%D0%A3N-.pdf

Castillo, Elizabeth (2014)     “Pedagogía comunitaria y maestros comunitarios indígenas. Un capítulo oculto en la historia de la formación docente en Colombia”, en: Revista Integra Educativa No 19 Instituto Internacional de Integración del Convenio Andrés Bello, Vol. VII, N° 1, Enero – Abril, Año 2014.  

Henao, Octavio y Zapata, Teresita  (1994) “La Formación de docentes para la  educación básica en Colombia” En: Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado. No 20, Mayo/Agosto 1994, Universidad de Zaragoza. Zaragoza, pp. 37-4

Rodríguez, Abel  (2002)  La educación después de la constitución de 1991. De la reforma a la contrarreforma. Bogotá, Cooperativa Editorial Magisterio, Corporación Tercer Milenio.

Zuluaga Olga Lucía (2002) “Las Facultades de Educación y el Movimiento Pedagógico”. En: Rodríguez Abel et al. Veinte Años del Movimiento Pedagógico 1982-2002. Entre mitos y realidades. Bogotá: Cooperativa Editorial Magisterio- Corporación Tercer Milenio.

Zuleta, Estanislao (1985) “La educación: un campo de combate”, en: Revista Educación y Cultura No4, FECODE, Bogotá.


[1] Álvarez (1991), establece tres momentos legislativos para enmarcar la historia de las políticas de formación docente en Colombia. El primero corresponde  al período republicano y su Decreto Orgánico de Instrucción Pública en 1870, el segundo se ubica con relación a la promulgación de la Ley Orgánica de Educación en 1903, y el tercero corresponde a la expedición de la Ley General de Educación de 1994.
[2] Entre las nociones contenidas en esta Ley, se define al educador como “El orientador, en los establecimientos educativos, de un proceso de formación, enseñanza y aprendizaje de los educandos, acorde con las expectativas sociales, culturales, éticas y morales de la familia y la sociedad” (Art. 104).
[3] Decreto 272 de Febrero de 1998 y Decreto 3012 de Diciembre de 1997 reglamentarios de  las disposiciones sobre formación docente contenidas en los artículos 112,113 y 216 de la Ley General de Educación.
[4]  Esta norma se conoce como el Estatuto de Profesionalización Docente, cuya función es regular “ las relaciones del Estado con los educadores a su servicio, garantizando que la docencia sea ejercida por educadores idóneos, partiendo del reconocimiento de su formación, experiencia, desempeño y competencias como los atributos esenciales que orientan todo lo referente al ingreso, permanencia, ascenso y retiro del servidor docente y buscando con ello una educación con calidad y un desarrollo y crecimiento profesional de los docentes”. Decreto 1278 de 2002, Capítulo I.
[5] http://www.mineducacion.gov.co/cvn/1665/w3-article-354824.html

lunes, 18 de enero de 2016

El vecino de las ballenas


Manuel tiene 10 años y en febrero entra a cursar por segunda vez grado tercero. Vive en Guapi con su abuela materna y su hermana de seis años. Su padre se fue para Cali en el 2012 y no ha vuelto a verlo desde entonces.  
En su escuela tuvo problemas de rendimiento porque no hacía las tareas y la profesora se quejaba porque “hablaba mucho en clase y no se concentraba”. Manuel dice que no entiende, que no le gustan las matemáticas, que lo regañan mucho y que cuando termine grado quinto, se va a trabajar al lado de su hermano mayor que ya tiene plata en el bolsillo.
La maestra del año pasado decía que no hay nadie que vea por el estudio de Manuel, y que él es muy distraído, le gusta molestar y hacer chistes en clase. “La mamá  solo vino una vez a la entrega de boletines, como en marzo y nunca más la volví a ver”, dice y asegura que eso pasa con muchos de sus estudiantes.

A Manuel le gusta mucho el fútbol y  ver los partidos de la liga europea por televisión. Camina 15 minutos entre su escuela y su casa de lunes a viernes. A su regreso, a las doce y media del día, almuerza y luego se hace cargo de su hermanita menor, mientras su abuela Teresa se va a cumplir un turno de aseo en uno de los hoteles a donde llegan semanalmente turistas de todas partes de Colombia y del mundo que vienen a visitar el Parque Nacional Isla Gorgona, uno de los lugares de mayor biodiversidad del planeta.

Durante las tardes Manuel y su hermana ven dibujos animados y  musicales de todo tipo. A las seis y media regresa doña Tere para hacerles la comida y mandarlos acostar después de ver la telenovela de las nueve. Ella les tiene prohibido salir a la calle desde que se pelearon con unos vecinos con quienes jugaban maquinitas y apostaban plata.

La madre de Manuel tiene como 35 años y trabaja de cocinera en un campamento de mineros ubicado a dos horas en lancha. Ella viaja un fin de semana cada quince días a Guapi para ver a sus dos hijos menores, y se devuelve la madrugada del lunes con Yerly, su hija de 14 años, que le ayuda sirviendo comidas y llevando viandas a quienes no alcanzan a ir a comer en el restaurante. Yerly es alta y muy bonita, y Manuel dice que “podría ser una doctora”, porque una vez la maestra de quinto de primaria le dijo que era muy inteligente y podría ir a la universidad. Eso fue antes, cuando la madre no tenía que irse a trabajar tan lejos, y el padre aún vivía con ellos y sembraba comida.  Jhon el hijo mayor de 15 años, trabaja en una mina por los lados de Timbiquí. Viene cada dos meses a la casa, hace remesa, les compra dulces y ropa a sus hermanitos, y les cuenta historias de gente extranjera que se va por los ríos buscando la riqueza del oro. 

Manuel dice que cuando sea grande quiere ser lanchero y andar por el río en su propio motor, llevando y trayendo gente al Charco y a Buenaventura. No conoce ninguno de esos lugares, pero ha oído decir que son muy chéveres y se vende de todo. También le gustaría llevar a los “gringos” que vienen a ver las ballenas y que según un vecino, dan buena propina.

Manuel no conoce la isla Gorgona, que duerme frente a su pueblo natal, ni sus vecinas temporales,  las famosas ballenas jorobadas y sus cantos migratorios. Como un testigo excepcional, escucha los relatos de quienes vienen y van por ese majestuoso río que ha dibujado tantas veces en su cuaderno de geografía, y cuyas aguas le alegran la existencia cuando se sumerge con sus amigos y juegan a que son grandes.

En pocas semanas Manuel regresa a la escuela. Seguramente lo que la vida le ha enseñado en su corta existencia, no se pregunta en las pruebas Saber y tampoco aparece en los textos escolares, pero debiera ser importante para sus maestros.