martes, 26 de julio de 2022

Maestras y poetas afropacíficas

Frente al majestuoso río Guapi, en el departamento de Cauca, la Escuela Normal Superior María Inmaculada (ENS) empieza su trasegar en 1960. A partir de ese momento la vida del pequeño pueblo dará un giro cultural y social trascendental. A mediados del siglo XX en la región del pacífico la escolarización estaba prácticamente restringida para unos pocos varones, cuyas familias tenían la capacidad económica para solventar su manutención. Contadas mujeres accedieron a este privilegio que, en todo caso, les implicaba migrar a Popayán o Cali para lograr sus estudios de secundaria.

Guapi contaba desde 1956 con el Colegio San José, una institución privada fundada por el obispo Arango Velásquez para formar la población masculina de estas comunidades. Con la creación de la Escuela Normal, centenares de jóvenes afrodescendientes, mayoritariamente mujeres, acudieron al llamado de la iglesia católica para convertirse en las y los docentes de una región sedienta de escolarización. En Chocó apenas una década antes, el parlamentario Diego Luis Córdoba había promovido a través del Ministerio de Educación la creación de cinco Escuelas Normales con el firme propósito de cambiar el destino de las mujeres de este departamento y garantizar un sistema educativo regional para atender las demandas de las comunidades más aisladas.

El poeta Alfredo Vanín ha propuesto nombrar como culturas fluviales del encantamiento este mundo simbólico, sensible y material que ocurre entre el océano y los ríos del pacífico. Esta civilización esencialmente oral y recreada de boca en boca, de canto en canto, desde hace siglos. Los alabaos, los relatos, los versos, los abozaos y las corporalidades de estas culturas acuáticas tuvieron un lugar de existencia en la Normal. Allí se mezclaban las lecciones de historia o geografía con los cuentos de navegantes de agua dulce; y la disciplina de las religiosas con la desbordante creatividad artística de nietas, hijas y sobrinas de músicos y decimeros.

En este nuevo lugar del saber, la higiene y la patria, llegaron a comienzos de los años setenta Manuel Zapata Olivella y su hermana Delia en busca de las raíces sonoras del folclor del litoral. Este hecho fue definitivo para refrendar el papel de esta institución en el mantenimiento e investigación de las expresiones artísticas y culturales como la danza, la música y la oralitura de la gente negra.

En este ambiente crecieron las “poetas escondidas”, como las nombró en 2017 Lourdes Andrade, para resaltar ese lugar anónimo en el cual han sobrevivido estas tejedoras de versos, lejos de las imprentas y de los proyectos editoriales del centro del país, pero afirmadas en su literatura del aula. Eran tiempos de bambuco viejo y marimba de chonta en los salones de madera, también de una modernización que ocurría de modo vertiginoso gracias al empuje del canal de Panamá. Navegaba el progreso y en lugares como el puerto de Buenaventura destellaban las luces de neón en calles repletas de mercaderías y   gente de todo el planeta hablando como en la torre de Babel. Muchas y muchos se fueron tras la ilusión de esta vida intensa y cargada de bullicio. A unas cuantas horas de navegación, Guapi se mantuvo en ese sosiego entre lo ancestral y lo moderno, para convertirse en continente literario.  Como lo recuerda la escritora Mary Grueso Romero, niños y niñas accedieron a la escuela y a una buena vida en grandes casas de madera, donde se combinaba la lencería blanca y almidonada con historias para dormir y sorprenderse en las noches torrenciales.

El empedrado puerto sobre el río Guapi se convirtió en sitio de tertulia de un puñado de jóvenes atrapados por los versos de Pablo Neruda. Con el tiempo, el romanticismo cobraría vida en el papel, para dar existencia a la moderna poesía de Helcías Martán Góngora. Eran los años setenta del siglo pasado y la literatura era un asunto fundamentalmente masculino, pero las mujeres del pacífico tienen el don de la palabra y verseaban la vida misma.

Durante varias décadas el litoral caucano fue testigo excepcional del nacimiento y madurez de las maestras y poetas, protagonistas de una educación afropacífica. Teresa de Jesús Venté, Ligia Pinillos, Raquel Portocarrero, Lucrecia Panchano, Fortunata Banguero, Ana María Moreno, Luciana Quiñones, Romelia Caicedo Quiñones, Diomelina Zurita, Dora María Ortiz, Marcia Perlaza y el profesor Luis Ángel Ledesma, son algunos de los nombres más reconocidos en esta constelación intelectual.

Este camino lo recorrieron las muchachas normalistas a quienes rendimos tributo con estas páginas.  Se trata de una generación influenciada por el lirismo, la cultura pedagógica, el humanismo y el apego a las tradiciones. Mujeres cuya niñez quedó en los patios de recreo que las vieron convertirse en las maestras de los ríos. Muchas de ellas envejecieron con los locales escolares construidos rudimentariamente por las comunidades. Algunas dejaron la crianza de sus hijos en manos de las abuelas, para atender su labor en ruralidades apartadas. Pero todas, sin excepción, hicieron de la poesía y la declamación un oficio cotidiano, por eso sus versos y décimas expresan una manera concreta de ser maestra afrodescendiente en las geografías del pacífico. Gracias a la tradición oral y la formación literaria recibida en la Escuela Normal Superior, su obra contiene la historia del territorio, tal como lo expresa Fortunata Banguero al rememorar la agricultura tradicional y fértil.

Nostalgia del arroz

De los productos ya decadentes

Que existían en mi región,

Muy importante e indispensable

Y nutritivo es el arroz

Agricultores organizados

Su siembra hacía con precaución

Se desplazaban pa´ Guapi arriba

O Guapi abajo sembrando arroz

De muchas clases se cultivaba

Fían, chino grande, chino chiquito y chicola

Pero el caliya, un grano grande,

Ese arroz no era de acá.

Marzo, abril, mayo para la siembra

Octubre, noviembre y diciembre para cosechar

El chango negro era su plaga

Y espanta pájaros para cuidar.


Parte de cosecha era llevada

Al partidero a don Teófilo Bazan,

Y otra a don Antistenes, Juan Segura y Teodoro Cuero

En la cabecera municipal

Que bien recuerdo yo de mi Guapi,

Muelles extensos sacando arroz

Las pilanderas y pilones

Las piladoras trillando al son

La cosa era muy bien cuadrada,

Todo se daba con medición

Siempre en mercado se conseguía,

En abundancia el gran arroz

Buenaventura era el destino,

Que distribuía al interior,

Barcos repletos lo transportaban

Y pa´ nosotros, sobraba arroz.

Ahora que todo se ha extinguido

Imploro y ruego al gran señor,

Que repensemos en nuestras vidas

Y en las riquezas de la región.

Volvamos todos agricultores

De nuevo al campo a sembrar arroz

Ya al voleo o bien plantado,

Nuestro futuro será mejor.


Con increíble maestría, hicieron del verso su arte secreto para engalanar la enseñanza. En hojas de cuaderno envejecidas guardan celosamente sus recuerdos y añoranzas. Nunca se fueron de la escuela. Se mantuvieron en sus aulas durante la mayor parte de su existencia, desde la infancia hasta el ocaso de sus días. Crecieron con la radio y la televisión en blanco y negro. Testigas excepcionales del olvido estatal, la ferocidad del conflicto armado y el arribo de la tecnología digital, se mantuvieron al lado de la gente y acompañaron más de un duelo colectivo. Con risa franca y apego a su terruño enfrentaron los estragos de la globalización y el declive de las escuelas normales.

Toda esta experiencia, humana y sensible, está retratada en sus versos, muchos de los cuales son el lienzo de instantes precisos de la vida de Guapi o remembranzas de la familia extendida, los valores morales, los cultivos de pan coger o las fiestas religiosas. Del mismo modo, sus textos recrean la negritud como experiencia de resistencia y suficiencia renaciente de larga data.

Son artesanas intelectuales, ocupadas de cultivar los saberes escolares y las voces ancestrales en las generaciones de estudiantes formadas junto a ellas en la combinación de amor y autoridad. Gracias a su tesonera pasión por la oralitura y su abnegado oficio pedagógico, hoy todavía vibra en muchas escuelas y hogares la emoción profunda de la palabra que se narra y se canta. Han hecho una gesta formidable de reinvención del oficio docente con identidad cultural y regional.

Estudiosas como Guiomar Cuesta, María Mercedes Jaramillo y Lucia Ortiz han mostrado el escaso reconocimiento a las mujeres poetas afrocolombianas. En este caso la invisibilidad es doble, pues se trata de docentes y escritoras locales con la escuela como único escenario para dar a conocer sus creaciones, es decir, totalmente ocultas en el canon literario nacional.

Su obra poética es también un ejercicio de memoria social del pacífico sur, un fragmento de historia colectiva compuesto por maestras que encontraron en la escritura una forma para esculpir dolores, pasiones y grandes emociones que acompañaron su existencia. En cada pieza resuena la fe de las hijas y los hijos de una tierra de misiones donde se entremezcló el evangelio con cantos y sonidos antiguos venidos desde África.

Fueron formadas con los preceptos de la pedagogía católica y el apostolado como identidad profesional. Un puñado de jóvenes normalistas, con el valor para renunciar a la comodidad de su casa familiar para marcharse lejos y asumir el servicio a la comunidad en veredas apartadas y olvidadas. Se hicieron maestras y poetas con el paso del siglo y sus reformas educativas. En su valiente trasegar llevaron las letras, el cálculo matemático, el diccionario y la gramática a sitios donde los ríos se abrazan con la cordillera o se pierden en la manigua. Del mismo modo cultivaron con fervor el antiguo lenguaje de pescadores de metáforas y tejedores de palabras. Sostuvieron la narración de la vida, la muerte, los sueños, los amores y los pesares como remedio contra en olvido. Hicieron de la escuela una extensión poética de la vida misma.

Poetas y maestras afropacíficas es un modo de nombrar este increíble acontecimiento que funde pedagogía y literatura, dos oficios extraordinarios encarnados en figuras como Raquel Portocarrero o Luciana Quiñones cuyos poemas aún se escuchan en las tertulias familiares o en las celebraciones escolares, como el maestro Luis Ledesma cuya obra ha marcado la vida de centenares de normalistas a quienes heredó sus versos románticos y su pasión por el habla y la identidad de su pueblo.

Debemos reconocer y agradecer a la Escuela Normal Superior de Guapi su importante labor durante el siglo XX. Por sus patios y corredores creció la vocación comunitaria, el compromiso con la educación y la literatura su dulce compañía cotidiana. En sus viejos asientos de madera muchas aprendieron el valor de la tradición oral como temple espiritual de la gente afrodescendiente de este lado del país, así como el poder de una lucha libertaria negada en los textos escolares. En ese sentido, es una obligación rendir tributo a esta generación anterior a la Ley 70 y las políticas del reconocimiento multicultural, cuya acuciosa labor sirvió para dignificar la cultura de su pueblo. Es necesario reconocer en esta trayectoria un aporte sustantivo al campo de la etnoeducación afrocolombiana.

Especialmente queremos resaltar la maestra Raquel Puertocarrero, quien en calidad de rectora de la ENS promovió hasta comienzos de este siglo, la pervivencia de este enfoque etnoeducativo para las nuevas generaciones de docentes y cuya tesonera gestión dio existencia al Festival de Poesía que anualmente reúne a escritores, maestras y poetas del río Guapi. Se suma el papel de Mary Grueso Romero, quien ha llevado a varios países la palabra afropacífica con sus tonalidades ancestrales en forma de poemas y cuentos infantiles. Dejamos en sus versos el cierre de este artículo.


Si Dios hubiese nacido aquí

Si Dios hubiese nacido aquí,

aquí en el litoral,

sentiría…

hervir la sangre

al sonido del tambor.

Bailaría currulao con marimba y guasá,

y tomaría biche en la fiesta patronal,

sentiría en carne propia

la falta de equidad

por ser negro,

por ser pobre,

y por ser del litoral

(Mary Grueso Romero)


Nota: este artículo fue publicado en la Revista Escuela y Pedagogía #6 2022
https://escuelaypedagogia.educacionbogota.edu.co/miradas/maestras-y-poetas-afropacificas


Referencias

Castillo, Elizabeth y Portocarrero, Raquel (2022) Maestras y poetas del río Guapi. Antología Afropacífica. Popayán, Editorial Samava.

Castillo, Elizabeth (2021) “Mary Grueso Romero, poética de la emoción pacífica”. Meridional. Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos, no. 16, pp. 311

Grueso Romero, Mary (2015) Cuando los ancestros llaman. Poesía Afrocolombiana. Popayán, Editorial Universidad del Cauca.

Vanín Romero, Alfredo (2017) Las Culturas fluviales del encantamiento. Memorias y presencias del Pacífico colombiano. Popayán, Editorial Universidad del Cauca.





domingo, 3 de julio de 2022

Don Mario López, nuestra voz de tierra


Hace una semana murió don Mario Tomás López Mapallo. 

En su memoria, estas palabras tejidas el 9 de junio de 2014


El nombre de Mario López está asociado a la hacienda Cóbalo y a la fotografía emblemática que Jorge Silva y su esposa Marta Rodríguez hicieran en el año 1974, cuando un grupo de indígenas-campesinos del resguardo de Coconuco decidió recuperar las tierras que la iglesia les había robado con mañas y engaños propios de su estilo colonial. Se trata de la primera recuperación de tierras que los indígenas del Cauca hiciera en el siglo XX y el anuncio de un acontecimiento que cambiaría el devenir de una clase que otrora ostentara el señorío del viejo Estado del Cauca.  

Han pasado cuarenta años desde cuando se hizo esta fotografía y sin embargo la fuerza que expresan los rostros y los brazos alzados de quienes allí se reunieron pareciera eterna, grabada de modo perenne en blanco y negro. 

Allí estaba don Mario López. En medio de ese montón de adultos, jóvenes y niños que posaban victoriosos con sus machetes izados ante una cámara que dejaría para siempre la marca de su valerosa y justa lucha. 

Don Mario es parte de esa gesta que dio origen al movimiento indígena en Colombia, cuyas batallas devolvieron parte de la dignidad a pueblos que nunca fueron vencidos de modo absoluto, pero que debieron soportar la opresión y la pobreza por su condición cultural y una herencia colonizadora venida de mucho tiempo atrás.

Eran los años setenta del siglo XX, un tiempo de gente rebelde y de rebeliones de gentes en Colombia. Los campesinos organizados en torno a la ANUC iniciaron un capítulo inédito en la historia agraria nacional. Desalambraron haciendas y latifundios en Córdoba, Cesar, Sucre y Magdalena. Se organizaron en Cauca, Nariño y toda la zona andina para hacer congresos que duraban semanas enteras porque la tarea era debatir la “línea políticamente correcta”. La propiedad de la tierra era injusta e infame, la gente moría de hambre produciendo arrobas de algodón y arroz para el mercado. Bajo la consigna “la tierra p`al que la trabaja”, miles de campesinos y campesinas decidieron despedir el feudalismo y los señores feudales de este país. La esperanza de un buen vivir en el campo, se respiraba en los discursos radicales sobre la lucha popular.   

En el sur del país comenzaba la rebelión indígena más importante del siglo XX. Las marcas de Quintín Lame renacían entre las montañas de los andes como un gigante resurgido luego de una larga ausencia. 

Don Mario López conoció desde muy niño el despojo que produce el poder terrateniente, pues su familia hizo parte de esa generación de hombres y mujeres que trabajan toda la vida la tierra para otros y jamás tuvieron nada para ellos ni sus hijos.

Su camino como hombre de luchas políticas lo inició en el Consejo Regional Indígena del Cauca, al lado de su compañera Marleny con quien enfrentó encarcelamientos y persecución por parte de quienes ostentaban la propiedad en territorios que habían sido históricamente resguardos creados para las comunidades indígenas.

Aprendió a leer la Ley 89 de 1890 y a defenderla a punta de machete y asambleas comunitarias. Fue comunero y miembro de Cabildo. Su liderazgo siempre lo ejerció en su comunidad natal, pues él ha preferido quedarse en su terruño que escalar las elevadas cumbres de la representación indígena a nivel departamental o nacional.

Sus hijos han sido parte también de su trasegar político y organizativo que le hace testigo excepcional de las cuatro décadas de existencia del CRIC, cuando la actividad organizativa estaba estigmatizada como “subversiva” y debían reunirse de noche y en forma clandestina a discutir los graves problemas de tenencia de la tierra de los indígenas.

Don Mario como pocos sabe lo que quiere decir “incorizar” las tierras, pues fue protagonista de la reforma agraria más grande que se haya hecho en Colombia, aquella que vino de las propias manos de campesinos e indígenas  entre los años setenta y ochenta, y que puso en clara desventaja a los reformistas del progreso con sus modelos de endeudamiento rural y de proletarización del campesinado. 

Vivió la represión de los ochenta y el encarcelamiento de toda la dirigencia indígena del CRIC. Estuvo presente y activo cuando llegaron los diálogos de paz con el M-19 y el Quintín Lame a principios de los noventa. Animó la campaña para llevar dos indígenas a la Asamblea Nacional Constituyente a finales del siglo XX. Apoyó la primera elección popular de alcaldes en su municipio cuando surgieron los movimientos cívicos y los candidatos indígenas. Como muchos, perdió seres queridos en la guerra y sufrió en carne propia los estragos que esta produce en el mundo familiar.

Don Mario López es un hombre del movimiento y de la comunidad. Su memoria contiene eventos, nombres y recuerdos muy profundos de una larga travesía que ha puesto los derechos de los pueblos indígenas en un lugar distinto al de la época del terraje y la minga para la iglesia. Sabe a quienes olvidaron en las listas de homenajes, pues el siempre ha sido un hombre de la base, un comunero que disciplinadamente ha asistido a los catorce congresos del CRIC para escuchar, opinar y hacer historia con su palabra serena y cuidadosa.

Ahora que hace parte del grupo de los sabios mayores y fundadores del movimiento indígena,   la Universidad del Cauca en este escenario denominado Mingas y Tramas le rinde un merecido homenaje a él, a su difunta compañera y a su descendencia, porque su vida y su legado representan un testimonio noble y ejemplar de compromiso y entrega en la construcción del buen vivir.

Gracias Don Mario por las lecciones de vida que nos ha dado a tantos y tantas, quienes a su lado hemos conocido el valor de la palabra, la tenacidad de la vida en comunidad y la inteligencia de quienes ven en la naturaleza su orígen primordial.

Gracias por esa voz de tierra,  que ha inspirado tantas luchas por la dignidad de los pueblos.




        




  

 


lunes, 4 de abril de 2022

Maestras y poetas afropacíficas

Frente al majestuoso río Guapi, en el departamento de Cauca, la Escuela Normal Superior “María Inmaculada” (ENS) empieza su trasegar en 1960. A partir de ese momento la vida del pequeño pueblo dará un giro cultural y social trascendental. A mediados del siglo xx en la región del pacífico la escolarización estaba prácticamente restringida para unos pocos varones, cuyas familias tenían la capacidad económica para solventar su manutención. Contadas mujeres accedieron a este privilegio que, en todo caso, les implicaba migrar a Popayán o Cali para lograr sus estudios de secundaria.

Guapi contaba desde 1956 con el Colegio San José, una institución privada fundada por el obispo Arango Velásquez para formar la población masculina de estas comunidades. Con la creación de la Escuela Normal, centenares de jóvenes afrodescendientes, mayoritariamente mujeres, acudieron al llamado de la iglesia católica para convertirse en las y los docentes de una región sedienta de escolarización. En Chocó apenas una década antes, el parlamentario Diego Luis Córdoba promovió, a través del Ministerio de Educación, la creación de cinco Escuelas Normales con el firme propósito de cambiar el destino de las mujeres de este departamento y garantizar un sistema educativo regional para atender las demandas de las comunidades más aisladas.

El poeta Alfredo Vanín ha propuesto nombrar como culturas fluviales del encantamiento este mundo simbólico, sensible y material que ocurre entre el océano y los ríos del pacífico. Esta civilización es esencialmente oral, recreada de boca en boca, de canto en canto, desde hace siglos. Los alabaos, los relatos, los versos, los abozaos y las corporalidades de estas culturas acuáticas tuvieron un lugar de existencia en la Normal. Allí se mezclaban las lecciones de historia o geografía con los cuentos de navegantes de agua dulce; y la disciplina de las religiosas con la desbordante creatividad artística de nietas, hijas y sobrinas de músicos y decimeros. 

En este nuevo lugar del saber, la higiene y la patria, llegaron a comienzos de los años setenta Manuel Zapata Olivella y su hermana Delia en busca de las raíces sonoras del folclor del litoral. Este hecho fue definitivo para refrendar el papel de esta institución en el mantenimiento e investigación de las expresiones artísticas y culturales como la danza, la música y la oralitura de la gente negra.

En este ambiente crecieron las “poetas escondidas” como las nombró en 2017 Lourdes Andrade, para resaltar ese lugar anónimo en el cual han sobrevivido estas tejedoras de versos, lejos de las imprentas y de los proyectos editoriales del centro del país, pero afirmadas en su literatura del aula. 

Eran tiempos de bambuco viejo y marimba de chonta en los salones de madera y también de una modernización que ocurría de modo vertiginoso gracias al empuje del canal de Panamá. Navegaba el progreso y en lugares como el puerto de Buenaventura destellaban las luces de neón en calles repletas de mercaderías y   gente de todo el planeta hablando como en la torre de Babel. Muchas y muchos se fueron tras la ilusión de esta vida intensa y cargada de bullicio. A unas cuantas horas de navegación, Guapi se mantuvo en ese sosiego entre lo ancestral y lo moderno, para convertirse en continente literario.  Como lo recuerda la escritora Mary Grueso Romero, niños y niñas accedieron a la escuela y a una buena vida en grandes casas de madera, donde se combinaba la lencería blanca y almidonada con historias para dormir y sorprenderse en las noches torrenciales. El empedrado puerto sobre el río Guapi se convirtió en sitio de tertulia de un puñado de jóvenes atrapados por los versos de Pablo Neruda. Con el tiempo, el romanticismo cobraría vida en el papel, para dar existencia a la moderna poesía de Helcías Martán Góngora. Eran los años setenta del siglo pasado y la literatura era un asunto fundamentalmente masculino, pero las mujeres del pacífico tienen el don de la palabra y versaban la vida misma. 

Durante varias décadas el litoral caucano fue testigo excepcional del nacimiento y madurez de las maestras y poetas, protagonistas de una educación afropacífica. Teresa de Jesús Venté, Ligia Pinillos, Raquel Portocarrero, Lucrecia Panchano, Fortunata Banguero, Ana María Moreno, Luciana Quiñones, Romelia Caicedo Quiñones, Diomelina Zurita, Dora María Ortiz, Marcia Perlaza y el profesor Luis Ángel Ledesma, son algunos de los nombres más reconocidos en esta constelación intelectual. 

Este camino lo recorrieron las muchachas normalistas a quienes rendimos tributo con estas páginas.  Se trata de una generación influenciada por el lirismo, la cultura pedagógica, el humanismo y el apego a las tradiciones. Mujeres cuya niñez quedó en los patios de recreo que las vieron convertirse en las maestras de los ríos. Muchas de ellas envejecieron con los locales escolares construidos rudimentariamente por las comunidades. Algunas dejaron la crianza de sus hijos en manos de las abuelas, para atender su labor en ruralidades apartadas. Pero todas, sin excepción, hicieron de la poesía y la declamación un oficio cotidiano, por eso sus versos y décimas expresan una manera concreta de ser maestra afrodescendiente en las geografías del pacífico. Gracias a la tradición oral y la formación literaria recibida en la Escuela Normal Superior, su obra contiene la historia del territorio, tal como lo expresa Fortunata Banguero al rememorar la agricultura tradicional y fértil. 


Nostalgia del arroz

De los productos ya decadentes 

Que existían en mi región,

Muy importante e indispensable 

Y nutritivo es el arroz


Agricultores organizados

Su siembra hacía con precaución 

Se desplazaban pa Guapi arriba

O Guapi abajo sembrando arroz


De muchas clases se cultivaba

Fían, chino grande, chino chiquito y chicola

Pero el caliya, un grano grande,

Ese arroz no era de acá.


Marzo, abril, mayo para la siembra

Octubre, noviembre y diciembre para cosechar

El chango negro era su plaga

Y espantapájaros para cuidar.


Parte de cosecha era llevada

Al partidero a don Teófilo Bazan,

Y otra a dos Antistenes, Juan segura y Teodoro Cuero

En la cabecera municipal


Que bien recuerdo yo de mi Guapi,

Muelles extensos sacando arroz

 las pilanderas y pilones

Las piladoras trillando al son


La cosa era muy bien cuadrada, 

Todo se daba con medición 

Siempre en mercado se conseguía,

En abundancia el gran arroz


Buenaventura era el destino,

Que distribuía al interior,

Barcos repletos lo transportaban

Y pa nosotros, sobraba arroz.


Ahora que todo se ha extinguido

Imploro y ruego al gran señor,

Que repensemos en nuestras vidas 

Y en las riquezas de la región.


Volvamos todos agricultores

De nuevo al campo a sembrar arroz

Ya al voleo o bien plantado,

Nuestro futuro será mejor.


                                                      Fotografía: Leidy Romero Martínez


Con increíble maestría, hicieron del verso su arte secreto para engalanar la enseñanza. En hojas de cuaderno envejecidas guardan celosamente sus recuerdos y añoranzas. Nunca se fueron de la escuela. Se mantuvieron en sus aulas durante la mayor parte de su existencia, desde la infancia hasta el ocaso de sus días. Crecieron con la radio y la televisión en blanco y negro. Testigas excepcionales del olvido estatal, la ferocidad del conflicto armado y el arribo de la tecnología digital, se mantuvieron al lado de la gente y acompañaron más de un duelo colectivo. Con risa franca y apego a su terruño enfrentaron los estragos de la globalización y el declive de las escuelas normales. 

Toda esta experiencia, humana y sensible, está retratada en sus versos, muchos de los cuales son el lienzo de instantes precisos de la vida de Guapi o remembranzas de la familia extendida, los valores morales, los cultivos de pancoger o las fiestas religiosas. Del mismo modo, sus textos recrean la negritud como experiencia de resistencia y suficiencia renaciente de larga data.

Son artesanas intelectuales, ocupadas de cultivar los saberes escolares y las voces ancestrales en las generaciones de estudiantes formadas junto a ellas en la combinación de amor y autoridad. Gracias a su tesonera pasión por la oralitura y su abnegado oficio pedagógico, hoy todavía vibra en muchas escuelas y hogares la emoción profunda de la palabra que se narra y se canta. Han hecho una gesta formidable de reinvención del oficio docente con identidad cultural y regional.

Estudiosas como Guiomar Cuesta, María Mercedes Jaramillo y Lucía Ortiz han mostrado el escaso reconocimiento a las mujeres poetas afrocolombianas. En este caso la invisibilidad es doble, pues se trata de docentes y escritoras locales con la escuela como único escenario para dar a conocer sus creaciones, es decir, totalmente ocultas en el canon literario nacional. 

Su obra poética es también un ejercicio de memoria social del pacífico sur, un fragmento de historia colectiva compuesto por maestras que encontraron en la escritura una forma para esculpir dolores, pasiones y grandes emociones que acompañaron su existencia. En cada pieza resuena la fe de las hijas y los hijos de una tierra de misiones donde se entremezcló el evangelio con cantos y sonidos antiguos venidos desde África.

Fueron formadas con los preceptos de la pedagogía católica y el apostolado como identidad profesional. Un puñado de jóvenes normalistas, con el valor para renunciar a la comodidad de su casa familiar para marcharse lejos y asumir el servicio a la comunidad en veredas apartadas y olvidadas. Se hicieron maestras y poetas con el paso del siglo y sus reformas educativas. En su valiente trasegar llevaron las letras, el cálculo matemático, el diccionario y la gramática a sitios donde los ríos se abrazan con la cordillera o se pierden en la manigua. Del mismo modo cultivaron con fervor el antiguo lenguaje de pescadores de metáforas y tejedores de palabras. Sostuvieron la narración de la vida, la muerte, los sueños, los amores y los pesares como remedio contra en olvido. Hicieron de la escuela una extensión poética de la vida misma.

Poetas y maestras afropacíficas es un modo de nombrar este increíble acontecimiento que funde pedagogía y literatura, dos oficios extraordinarios encarnados en figuras como Raquel Portocarrero o Luciana Quiñones cuyos poemas aún se escuchan en las tertulias familiares o en las celebraciones escolares, como el maestro Luis Ledesma cuya obra ha marcado la vida de centenares de normalistas a quienes heredó sus versos románticos y su pasión por el habla y la identidad de su pueblo.

Debemos reconocer y agradecer a la Escuela Normal Superior de Guapi su importante labor durante el siglo xx. Por sus patios y corredores creció la vocación comunitaria, el compromiso con la educación y la literatura como dulce compañía cotidiana. En sus viejos asientos de madera muchas aprendieron el valor de la tradición oral como temple espiritual de la gente afrodescendiente de este lado del país, así como el poder de una lucha libertaria negada en los textos escolares. En ese sentido, es una obligación rendir tributo a esta generación anterior a la Ley 70 y las políticas del reconocimiento multicultural, cuya acuciosa labor sirvió para dignificar las culturas fluviales. Es necesario reconocer en esta trayectoria un aporte sustantivo al campo de la etnoeducación afrocolombiana.

Especialmente queremos resaltar la maestra Raquel Puertocarrero, quien en calidad de rectora de la ENS promovió hasta comienzos de este siglo, la pervivencia de este enfoque etnoeducativo para las nuevas generaciones de docentes y cuya tesonera gestión dio existencia al Festival de Poesía que anualmente reúne a escritores, maestras y poetas del río Guapi. Se suma el papel de Mary Grueso Romero, quien ha llevado a varios países la palabra afropacífica con sus tonalidades ancestrales en forma de poemas y cuentos infantiles. Dejamos en sus versos el cierre de este artículo.


Si Dios hubiese nacido aquí


Si Dios hubiese nacido aquí,

aquí en el litoral,

sentiría…

hervir la sangre

al sonido del tambor.

Bailaría currulao con marimba y guasá,

y tomaría biche en la fiesta patronal,

sentiría en carne propia

la falta de equidad

por ser negro,

por ser pobre,

y por ser del litoral 

(Mary Grueso Romero)


Referencias

Castillo, Elizabeth y Portocarrero, Raquel (2022) Maestras y poetas del río Guapi. Antología Afropacífica. Popayán, Editorial Samava.

Castillo, Elizabeth (2021) “Mary Grueso Romero, poética de la emoción pacífica”. Meridional. Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos, no. 16, pp. 311

Grueso Romero, Mary (2015) Cuando los ancestros llaman. Poesía Afrocolombiana. Popayán, Editorial Universidad del Cauca.

Vanín Romero, Alfredo (2017) Las Culturas fluviales del encantamiento. Memorias y presencias del Pacífico colombiano. Popayán, Editorial Universidad del Cauca.

Publicado en: https://escuelaypedagogia.educacionbogota.edu.co/miradas/maestras-y-poetas-afropacificas


lunes, 7 de marzo de 2022

¿Quién necesita los feminismos?

 En la universidad se manifiestan las mayores tensiones posibles entre igualdad y desigualdad. Su génesis eurocentrada hizo de esta institución en América Latina, una tremenda experiencia colonial, racista y patriarcal. En esa dimensión y por su devenir histórico, esta se ha convertido también en escenario para debatir las marcadas exclusiones y discriminaciones por razones de clase, género, raza, etnia, sexualidades diversas, procedencia y edad, entre otras. 

La vieja tradición de la educación femenina instalada en el período colonial, mantuvo el ideario según el cual ciertos oficios, roles y conocimientos eran propios de la “naturaleza femenina” a diferencia de otros marcadamente masculinos. Durante el siglo pasado el acceso de las mujeres a las universidades del continente se logró gracias a sus numerosas luchas reconocidas como una “revolución silenciosa”. Sin embargo, aunque las estadísticas señalan una participación de casi el 50% de mujeres en la matrícula de la educación superior colombiana, es necesario interrogar como lo plantea Rita Segato, si esa formación universitaria perpetúa la pedagogía del autoritarismo en las aulas o más bien promueve transformaciones esenciales en la conciencia de las mujeres respecto de las asimetrías de género. Lo segundo, solo es posible cuando los feminismos ocupan un lugar importante en la formación universitaria, la de todas, todos y todes.

Los feminismos nos han enseñado que las relaciones patriarcales entrecruzan los marcadores de clase, raza y género, por eso reproducen dobles y triples dominaciones, y por esta razón, las peores violencias operan contra las mujeres racializadas y de condición económica vulnerable. Si sumamos a esto la diversidad sexual, reconocemos que las mujeres trans son muchas veces, quienes sufren las peores agresiones.  Las cifras actuales sobre violencias de género en Colombia son realmente vergonzosas. Basta con ojear algunos medios de comunicación para caer en cuenta que todos los días asistimos al escalofriante fenómeno de los feminicidios, el abuso sexual y la sobrexplotación laboral de las más empobrecidas. Los hechos más graves suceden en contextos familiares y culturales en los cuales sus vidas están en riesgo desde que nacen. Ante esta realidad, tenemos en las universidades una oportunidad excepcional para aprender algunas de las lecciones que los feminismos nos han heredado en su larga gesta por la dignidad y los derechos de las mujeres.

Los feminismos nos enseñan que naturalizar las violencias contra las mujeres hace parte de las pedagogías de la crueldad. Las justificamos, las minimizamos e incluso dudamos de su existencia. En el mundo universitario el acoso se plantea muchas veces, como un problema de “consentimiento” o de “coquetería” por parte de las estudiantes. El autoritarismo y maltrato a colegas y estudiantes, se excusa por el carácter o la personalidad de quienes ejercen lugares de poder. Ninguna mujer debería experimentar en la vida universitaria maltrato o acoso por su condición. Ninguna mujer tendría que sentir miedo a expresar sus ideas o desacuerdos, menos a moverse por los espacios físicos con plena tranquilidad y autonomía. Ninguna mujer afrodescendiente tendría que sufrir en la universidad racismo o la exotización de su pelo o de su cuerpo. Ninguna mujer indígena tendría que padecer humillaciones por el uso de su lengua.

Los feminismos representan un campo de saber que necesitamos para mejorar nuestras prácticas de enseñanza, nuestros currículos y nuestra cultura universitaria. Eso ayudaría a comprender mejor que detrás del acto, del chiste y del meme sexista, homofóbico y racista habla una sociedad enferma. Conocer las luchas sobre las cuales se han construido los diversos feminismos teóricos permite ampliar nuestra comprensión del mundo que habitamos y su historia con relación a las mujeres.

Los pensamientos y obras de las feministas de nuestro continente merecen un sitial en las políticas del conocimiento de nuestros programas de pregrado y posgrado, si queremos construir una educación superior de calidad y comprometida con la justicia.

Escribo como maestra universitaria y lo hago en esta fecha conmemorativa del 8 de marzo, para agradecer a las feministas de todas las tendencias, por haber ocupado con su voz, sus acciones y su pensamiento los escenarios de la educación superior y develar las injusticias y opresiones del patriarcado. Aunque las prácticas de violencia, abuso y acoso sexual aún no desparecen de nuestra vida cotidiana, algunas cosas han cambiado gracias a su incansable militancia, sobre todo para las nuevas generaciones. 

A las valientes feministas organizadas y apasionas de la causa, nuestro reconocimiento y gratitud por traer sus pañuelos, sus pancartas, sus consignas, sus textos, sus arengas, su bella rebeldía y su libertario grito. Han puesto al descubierto el otoño del patriarcado, ¡que va a caer, que va a caer! 

Foto: Sara Tejada