martes, 19 de mayo de 2020



Racismo y justicia curricular en la universidad


Andrea es una joven afrocolombiana que estudia en una universidad al sur de Colombia.  Su familia salió desplazada a comienzos del año 2004 a causa del conflicto armado.  Su padre murió en medio del fuego cruzado en uno de los ríos del pacífico nariñense. Han pasado quince años desde el día en que Andrea, su mamá, una tía y dos hermanas llegaron a dormir en un albergue en el centro de la ciudad de Popayán. Ella es la primera mujer de su familia extensa, materna y paterna, en llegar a la Universidad, así que es una especie de símbolo para las varias generaciones de agricultores, pescadores, campesinos, aserradores de selva y comerciantes de madera que no pudieron ingresar a la escuela, pero aspiran a que sus hijos si lo hagan.
Andrea cursa actualmente quinto semestre de licenciatura y aspira a ser docente de lengua castellana. A pesar de su entusiasmo por el estudio, pasa muchas dificultades para solventarse el transporte y los gastos en fotocopias y trabajos escritos. Además, me cuenta que ha sufrido todo tipo de actos de racismo en la universidad. Recuerda que los primeros semestres fueron muy duros y que más de una vez sintió ganas de no regresar a la facultad. “Yo no sabía que ser así, una mujer negra, fuera tan terrible en estas ciudades”, dice cuando recuerda los apodos y chistes que profesores y compañeros de clase hacían sobre su persona y su apariencia, especialmente sobre su cabello ensortijado. “Una vez una profesora me dijo que para conseguir trabajo como docente tenía que arreglarme ese pelo malo, si quería parecer una persona estudiada”
Ella es una estudiante solitaria que se prepara para ser maestra con la idea de enseñarle a las niñas y niños, que la gente como ella tiene la misma dignidad que todas las demás personas. Este año iniciará su práctica pedagógica en una escuela y siente mucho temor que la rechacen por su fenotipo y el color de su piel. Alguna vez alguien le dijo que en estas ciudades donde la gente como ella son minoría, lo mejor es tratar de parecerse y vestirse como los demás para que de ese modo no se le noté tanto lo negra. En la universidad no tiene amigas y tampoco participa de la vida social o asiste a fiestas.  


La historia de Andrea resume el complejo drama del racismo que vivimos en el sistema universitario colombiano.  A pesar de ser reconocida como una nación multicultural y haber ratificado los tratados de la eliminación de todas las formas de racismo y discriminación, Colombia es una sociedad atravesada por los prejuicios y la racialización de las personas. El mestizaje funciona aquí como una categoría de superioridad socioeconómica y reproduce la herencia colonial que clasificó a las personas por raza y cultura.

La población afrocolombiana es la segunda del continente, 5,300,208 habitantes. Después de Brasil somos el país con la mayor herencia africana. Así mismo, el 3% de nuestra población está conformada por indígenas de 102 pueblos originarios, con 67 lenguas nativas en uso. Todo este magnífico patrimonio, consagrado y reconocido en la constitución de 1991 y en documentos de política pública no es suficiente para erradicar la discriminación. En tal sentido, la educación y los medios de comunicación tienen una importante responsabilidad en promulgar estos principios de igualdad en la diferencia. Colombia cuenta desde el año 2011 con una ley que penaliza los actos racistas y/o de discriminación por condición racial. Su aplicación ha hecho de dominio público algunos casos que comprometen actuaciones de docentes y directivos de universidades públicas y privadas, a quienes se les ha demostrado plenamente su actuación prejuiciosa a la hora de tramitar una solicitud de un estudiante o de atender una queja o de evaluar su trabajo. En el plano de las relaciones de pares sabemos, por ejemplo, que cotidianamente se insulta a otros cuando se les dice “mucho indio” o “mucha india”. Aceptar el racismo histórico que nos marca como nación es el primer acto reflexivo que debemos hacer en las universidades, pues no estamos por fuera del contexto que produce y reproduce este fenómeno.

La presencia de indígenas y afrodescendientes en las aulas de las universidades convencionales colombianas no es un hecho reciente, tampoco su aporte en el debate intelectual colombiano. Desde los años cincuenta en nuestro país hemos contado con una importante tradición de escritores, pensadoras e intelectuales provenientes de las dos raíces que marcan nuestra historia cultural, la de los pueblos originarios y los pueblos afrocolombianos. Sin embargo, por culpa del racismo epistémico, estos conocimientos no circulan en los planes de estudio, ni en los currículos. Existe un dato muy interesante al respecto, en los años setenta del siglo pasado, un líder llamado Amir Smith Córdoba inicio la tarea de indagar la enseñanza de la literatura de autores negros si en las escuelas de letra de las universidades colombianas de la época. Concretamente preguntaba a docentes y estudiantes si la obra Candelario Obeso (1849), el primer poeta negro moderno de Colombia, hacía parte de los temas o antologías de formación. Los resultados de su estudio fueron lapidarios. La obra del autor de “Cantos Populares de mi Tierra” estaba totalmente oculta para las futuras generaciones de escritores y maestros de literatura colombiana. Se había decidido unánimemente excluir de los pensum de la historia de la poesía nacional, su majestuosa obra. Así crecimos sin saber de él y tampoco de muchos otros como Jorge Artel o Manuel Zapata Olivella. Han pasado más de cuarenta años desde cuando Córdoba iniciaba este ejercicio en las universidades y aún sucede, como en el programa que estudia Andrea, que estos conocimientos no logran el estatuto suficiente para ser parte del currículo oficial. Por esta razón la universidad tiene una obligación esencial en lograr que sus políticas de conocimiento dignifiquen las contribuciones de las poblaciones afrodescendientes en el ámbito de las letras, la cultura y conocimiento social. Eso sería un acto de justicia curricular con el cual se abre la puerta para un conocimiento situado y crítico de nuestra propia historia, y se promueve y una educación universitaria sin racismo.

La noción de “educación superior inclusiva” promovida desde hace varios años por el Ministerio de Educación Colombiano, concentra los esfuerzos legales y financieros en acceso, permanencia y pertinencia de los grupos poblacionales al sistema, pero deja de lado el debate sobre el tipo de formación que se imparte en las universidades convencionales. Y esto sucede porque los compromisos globales con la calidad educativa, entendida como estandarización, impiden hablar de una relación igualitaria entre equidad y competencias. Como lo han señalado Castillo y Guido (2015), las presiones de la internacionalización y la medición mundial, como meta impuesta a la educación superior latinoamericana, convierten los asuntos “interculturales” en un tema utópico. Si bien se han realizado ingentes esfuerzos a nivel continental para apalancar este debate en el terreno de la educación superior, el asunto no logra trascendencia suficiente a no ser por las demandas y reclamaciones que constantemente indígenas y afrodescendientes plantean sobre el derecho a programas de educación superior más acordes con sus realidades y necesidades.  Muchos de ellas y ellos se quejan de la imposibilidad de lograr que en los programas universitarios se articulen los conocimientos producidos en sus culturas o al menos se les permita investigar sobre su realidad.

La historia de las sociedades latinoamericanas funda sus raíces en las diferentes expresiones de la colonialidad y sus jerarquías que dieron existencia a identidades subalternizadas que siguen siendo relegadas a la marginalidad epistémica. Por ello, la universidad en América Latina y en Colombia son depositarias de la colonialidad del saber en sus prácticas y saberes pedagógicos, a través de conocimientos que se amparan en los criterios del rigor científico-técnico, por lo que más allá de sus fronteras, toda forma de saber es percibida como cosmovisiones que solo sirven para explicar fenómenos de los contextos locales que las producen.  Así las cosas, las y los jóvenes como Andrea ingresan anualmente a una máquina que acentúa la experiencia de racialización y exige en sus formas de gobierno del conocimiento, la transformación de ese sujeto en uno más universal, más universitario.  La universidad colombiana y sus políticas de conocimiento poco se han transformado a pesar del reconocimiento de la diversidad como hecho constitutivo de la sociedad colombiana. Aunque las discusiones sobre interculturalidad insisten en señalar el viejo complejo epistémico de continente colonizado, se ha forjado el estatus según el cual los sujetos productores de saber pertenecen al mundo universitario y es con base en esta eficacia naturalizadora (Lander, 2003) que las universidades detentan el monopolio legitimo del conocimiento. Bajo estas reglas, la admisión de los indígenas y los afrocolombianos opera con la idea de “nos reservamos el derecho de admisión para aquellos que si logren adaptarse a nuestro sistema de conocimiento”. De no ser por el papel reivindicatorio de las organizaciones estudiantiles de corte étnico, como los palenques y cabildos indígenas, sería mucho más poderoso el efecto de blanqueamiento que los currículos oficiales logran en quienes portan la alteridad indígena o afro. Tal como lo señala Jurgo Torres en su debate sobre ideología y currículo en sociedades neoliberales, no se trata simplemente de ofrecer cursos complementarios a la manera de un plan de estudios para turistas. Se trata de lograr de manera autentica la justicia del currículo para países como Colombia, donde las y los profesionales egresados de las IES se las verán con poblaciones diversas desde el punto de vista étnico-racial.

Actos de justicia curricular en la universidad

En 1977 durante el Primer Congreso de las Culturas Negras de las Américas celebrado en Cali, Manuel Zapata Olivella proclamó la urgencia de incluir los estudios de las culturas afroamericanas en nuestros sistemas educativos. A finales de los años noventa del siglo XX, Colombia estableció una normatividad, la Cátedra de Estudios Afrocolombianos CEA, para iniciar la enseñanza de estos conocimientos en el sistema escolar, hecho que excluyó a la educación superior. Este acontecimiento refleja la paradoja multicultural de un país como el nuestro. De una parte, los estudios afrocolombianos florecen especialmente como un saber experto que se cultiva en las principales universidades y centros investigación del país. De otra parte, en ese sistema universitario no se incluyen los estudios afrocolombianos como parte importante del currículo que se imparte a todo el estudiantado. Se suma a esta paradoja el hecho que el al menos dos de cada cien estudiantes se forma en las universidades colombianas para ser docente en las escuelas, asunto que le enfrenta en el futuro próximo a la tarea de enseñar los estudios afrocolombianos, que sus universidades investigan, pero que no enseñan en las aulas.

El revés del multiculturalismo se sitúa casi siempre en el tema de la justicia. Reconocimiento jurídico sin redistribución de recursos.  Acceso a las universidades sin equidad curricular. Flexibilidad en el acceso sin interculturalidad en los sistemas de enseñanza y evaluación. En el marco de estas disyuntivas, estudiantes como Andrea siguen transitando por el sistema universitario, invisibles a los ojos de las políticas de medición y aseguramiento de la calidad.

Hace unos años inspirados en historias como la de Andrea decidimos impulsar un acto de justicia curricular en la Universidad del Cauca. Se trata de curso Cátedra Afrocolombiana que se imparte semestralmente a cuarenta estudiantes de todas las carreras en el contexto de su programa de formación socio-humanística FISH, de obligatorio cumplimiento para la graduación.  Entre 2014 y 2019 más de trescientos jóvenes han transitado por este espacio en el cual revisamos los poemas de Candelario Obeso y los pensamientos de Zapata Olivella, para recordar que la nación está hecha con la inteligencia y la sangre africana. Humanizar la universidad pasa por erradicar su racismo epistémico y la CEA es una forma concreta de contribuir a esa labor que nos encomendaron desde el siglo pasado.


Publicado originalmente en la serie COLECCIÓN CUADERNOS DE APUNTES DE La Iniciativa para la Erradicación del Racismo en la Educación Superior es una línea de trabajo a mediano plazo (2018-2021) que la Cátedra UNESCO “Educación Superior y Pueblos Indígenas y Afrodescendientes en América Latina”





jueves, 7 de mayo de 2020


Educar en la pandemia: relatos marginales

Don Roberto es albañil de oficio. Gana cincuenta mil pesos diarios construyendo casas ajenas y desde que comenzó esta cuarentena no ha podido trabajar. Su hija tiene 16 años, cursa grado once en un megacolegio y quiere estudiar medicina. La familia vive en un asentamiento al norte de Popayán, en una casa de ladrillo donde no hay computador, ni servicio domiciliario de gas o de internet.  La niña intenta “estudiar desde casa” y realiza las tareas que recibe los lunes en el whatsapp de su padre. Don Roberto quiere que su hija siga estudiando para que sea doctora, por eso se esfuerza, pero tiene que escoger: o comen o se conectan a internet. Su dilema no hace parte de los debates virtuales que organizan algunos expertos para “dar consejos” sobre una realidad que desconocen.
Julián tiene 21 años y hace octavo semestre de ingeniería de sistemas. Viene de una familia campesina huilense con la que aprendió a cosechar café y plátano. Vive en casa de unos paisanos que no le cobran por el cuarto que ocupa. Su familia le envía mensualmente algo de dinero y remesa para su alimentación. Desde que empezó la cuarentena Julián pasa hambre, al igual que muchos estudiantes universitarios, no cuenta con todas las condiciones para educarse en la virtualidad. En su casa no hay conexión, así que debe pagar $ 2.000 por cada hora de internet que usa en el establecimiento de la esquina o recargar su celular al menos con 5 mil pesos para dos horas de trabajo en su portátil.
Dora trabaja en una escuela rural a la que asisten 12 estudiantes entre los 8 y 16 años que viven en un caserío a la orilla del río Guapi. Allí no hay energía eléctrica, ni agua potable; tampoco hay señal para telefonía celular. Las familias sobreviven de milagro entre pesca artesanal y cultivos de pan coger. La vida escolar se congeló en el instante que Dora se embarcó rumbo a Guapi el 20 de marzo. No hay manera de reemplazar las clases en el aula de madera, tampoco guías que mandar o talleres para resolver por medios virtuales. En este rincón del litoral, los cuadernos envejecen en silencio y los niños esperan que el río les devuelva su maestra para que la escuela abra de nuevo.   

Hilda es maestra indígena y trabaja en la comunidad donde nació, creció y vive actualmente con su marido y sus tres hijos. En su territorio las escuelas no se cerraron. Ahora los y las docentes van a las casas para hacer acompañamiento, hablar con las familias y revisar los trabajos de sus estudiantes. Tienen que trabajar muchas horas porque ante la actual crisis planetaria se han declarado en minga “hacia adentro” para tejer y sembrar buen vivir. A esto se le llama educación propia y es el resultado de casi medio siglo de movilizaciones en la panamericana y pedagogía comunitaria.

Esta pandemia es también un espejo para reconocer nuestras tremendas desigualdades sociales y económicas, así como las limitaciones de un sistema escolar en el cual “todos aprenden lo mismo” en medio de las peores exclusiones. Como le pasa a la hija de don Roberto, para quien el derecho a educarse depende del acceso de su familia al trabajo, la vivienda, los servicios públicos etc.

Con hambre no se puede aprender o enseñar bien.  Sin trabajo digno no hay como llevar el pan a la mesa, menos como orientar a los hijos en sus deberes escolares. Sin gobiernos decentes los recursos públicos terminan en negocios fraudulentos como Colombia Agro Produce. Sin salud de calidad para estudiantes y docentes la educación está coja. Esa es la otra pandemia de este país.


http://elnuevoliberal.com/educar-en-la-pandemia-relatos-marginales/#ixzz6LlQKE0cU