domingo, 27 de marzo de 2016

Más allá de la interculturalidad "académica”


La agudización del conflicto interno en Colombia durante las últimas tres décadas, produjo un cambio radical entre las poblaciones que habitaban los territorios sobre los cuales se configuró la Constitución Multicultural de 1991. Tantos años  de megaproyectos y destierros forzados han puesto a comunidades indígenas y afrodescendientes, en el frío pavimento que desconoce su dignidad de culturas ancestrales. 

Las estadísticas son contundentes, en Bogotá, Medellín y Cali la presencia "étnica" se ha triplicado en este primer paso del siglo XXI. Les llaman “desplazados”, y luchan como pueden y con lo poco que tienen, por sus derechos culturales en medio de una sociedad que no entiende porque no se " integran y se adaptan" a las formas de vida de las mayorías mestizas.

Comunidades negras desterradas de sus territorios colectivos, mujeres indígenas amenazadas, autoridades y sabedores presionados por el poder de la minería armada, son los y las grandes protagonistas de este nuevo capítulo de nuestra historia que combina resilencia y valentía.

Más allá de los debates académicos y teóricos sobre los usos y abusos de la noción de "interculturalidad", desde mediados del siglo XX pensadores, docentes y líderes de los movimientos indígenas y de las colectividades de la negritud, plantearon en Colombia la imperiosa necesidad de abrir las compuertas de la escuela monocultural y enseñar en sus aulas sobre su verdadera historia, no como pueblos vencidos, sino como pueblos que resistieron y reinventaron la vida en medio de la tremenda y larga experiencia colonizadora y esclavizadora. Ya sabían ellas y ellos que algo había que hacer para que la enseñanza de las ciencias sociales se pusiera de parte de la justicia histórica. Sus propuestas representan los primeros pasos hacia una idea propia de educación intercultural para la sociedad mayoritaria. Sin lugar a dudas se anticipaban a teorías y enfoques que hoy hablan de la justicia cognitiva y del currículo justo. Sin embargo se olvida con frecuencia de donde vienen las grandes ideas y en este caso creo necesario recordar en voz alta que hace cuatro decenios se nos planteó una tarea educativa inminente: erradicar los prejuicios y los estigmas que proliferaron en libros de texto y cartillas escolares acerca de los indígenas como salvajes, y los afrodescendientes como “esclavos” perennes. Desde finales de los años setenta del siglo pasado se plantearon propuestas curriculares para llevar a las aulas un conocimiento cierto sobre nuestro devenir como nación diversa, con raíces que juntaron lo indígena y lo africano.

Hoy día cuando el drama del racismo y la discriminación se hace notoriamente doloroso en las aulas de escuelas citadinas y nos enteramos que niñas y niños sufren a diario los estragos de esta vieja patología social, debiéramos revisar la historia y reconocer que mucho antes que fuera tan famosa en libros y congresos, la interculturalidad ha sido un viejo reclamo en esta nación de olvidos ilustres.
 
Dos evidencias que ratifican lo ya dicho: el reclamo en 1977 de Manuel Zapata Olivella sobre la necesidad de incluir en el currículo oficial la enseñanza de la historia africana. Un año después, 1978, la promulgación del decreto 1279 resultado de la lucha de los indígenas arhuacos contra la misión Capuchina y de todo un movimiento comunitario que dejó planteada la necesidad de enseñar la historia y cultura de los pueblos indígenas contemporáneos.

Bogotá produce frecuentemente reportes de prensa sobre estos asuntos “interculturales”. A veces son buenas noticias, a veces son tristes noticias.

Mientras las organizaciones y los movimientos étnico-raciales mantengan su lucha contra el racismo, la discriminación y la invisibilidad, creo que estamos ante una postura política y radical sobre la interculturalidad, al fin y al cabo es un asunto histórico no resuelto, razón por la cual deberíamos tramitralo en clave de derechos humanos.




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