jueves, 7 de mayo de 2020


Educar en la pandemia: relatos marginales

Don Roberto es albañil de oficio. Gana cincuenta mil pesos diarios construyendo casas ajenas y desde que comenzó esta cuarentena no ha podido trabajar. Su hija tiene 16 años, cursa grado once en un megacolegio y quiere estudiar medicina. La familia vive en un asentamiento al norte de Popayán, en una casa de ladrillo donde no hay computador, ni servicio domiciliario de gas o de internet.  La niña intenta “estudiar desde casa” y realiza las tareas que recibe los lunes en el whatsapp de su padre. Don Roberto quiere que su hija siga estudiando para que sea doctora, por eso se esfuerza, pero tiene que escoger: o comen o se conectan a internet. Su dilema no hace parte de los debates virtuales que organizan algunos expertos para “dar consejos” sobre una realidad que desconocen.
Julián tiene 21 años y hace octavo semestre de ingeniería de sistemas. Viene de una familia campesina huilense con la que aprendió a cosechar café y plátano. Vive en casa de unos paisanos que no le cobran por el cuarto que ocupa. Su familia le envía mensualmente algo de dinero y remesa para su alimentación. Desde que empezó la cuarentena Julián pasa hambre, al igual que muchos estudiantes universitarios, no cuenta con todas las condiciones para educarse en la virtualidad. En su casa no hay conexión, así que debe pagar $ 2.000 por cada hora de internet que usa en el establecimiento de la esquina o recargar su celular al menos con 5 mil pesos para dos horas de trabajo en su portátil.
Dora trabaja en una escuela rural a la que asisten 12 estudiantes entre los 8 y 16 años que viven en un caserío a la orilla del río Guapi. Allí no hay energía eléctrica, ni agua potable; tampoco hay señal para telefonía celular. Las familias sobreviven de milagro entre pesca artesanal y cultivos de pan coger. La vida escolar se congeló en el instante que Dora se embarcó rumbo a Guapi el 20 de marzo. No hay manera de reemplazar las clases en el aula de madera, tampoco guías que mandar o talleres para resolver por medios virtuales. En este rincón del litoral, los cuadernos envejecen en silencio y los niños esperan que el río les devuelva su maestra para que la escuela abra de nuevo.   

Hilda es maestra indígena y trabaja en la comunidad donde nació, creció y vive actualmente con su marido y sus tres hijos. En su territorio las escuelas no se cerraron. Ahora los y las docentes van a las casas para hacer acompañamiento, hablar con las familias y revisar los trabajos de sus estudiantes. Tienen que trabajar muchas horas porque ante la actual crisis planetaria se han declarado en minga “hacia adentro” para tejer y sembrar buen vivir. A esto se le llama educación propia y es el resultado de casi medio siglo de movilizaciones en la panamericana y pedagogía comunitaria.

Esta pandemia es también un espejo para reconocer nuestras tremendas desigualdades sociales y económicas, así como las limitaciones de un sistema escolar en el cual “todos aprenden lo mismo” en medio de las peores exclusiones. Como le pasa a la hija de don Roberto, para quien el derecho a educarse depende del acceso de su familia al trabajo, la vivienda, los servicios públicos etc.

Con hambre no se puede aprender o enseñar bien.  Sin trabajo digno no hay como llevar el pan a la mesa, menos como orientar a los hijos en sus deberes escolares. Sin gobiernos decentes los recursos públicos terminan en negocios fraudulentos como Colombia Agro Produce. Sin salud de calidad para estudiantes y docentes la educación está coja. Esa es la otra pandemia de este país.


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