domingo, 7 de mayo de 2023

Justicia Educativa. El reto para una nación multicultural y desigual


 “No es cuestión de hacer simplemente una nueva habitación para los excluidos en la antigua casa. Es necesario hacer una nueva casa, con una nueva distribución. De lo contrario los indígenas, las mujeres y los afrodescendientes irán a las habitaciones de “servicio” … 
como antes, como siempre”    (Enrique Dussel)


Desde 1886 hasta 1991 la nación colombiana se configuró de espaldas a la mayor parte de su geografía.  Centrada en los valles interandinos, las políticas educativas fundaron una escuela mestiza y profundamente clasista. Los manuales escolares de la primera mitad del siglo XX enseñaron el racismo con dosis significativas de una identidad nacional forjada en la hispanidad y el desprecio por el indígena, el pobre y el negro. De este modo transitamos cien años de exclusiones de todo tipo. Sin acceso educativo y con el peso del estereotipo histórico, muchas poblaciones de la “otra Colombia” tuvieron en las misiones católicas y evangélicas la única oportunidad para aprender a leer, a escribir y a obedecer a las religiones. 

Con la promulgación de la Constitución de 1991 y la Ley 115 de 1994 tuvimos la oportunidad histórica para plantear la educación como un derecho y la autonomía como un rasgo de las instituciones escolares. La dicha duró pocos años y tal como lo profetizó Abel Rodríguez Céspedes, la contrareforma neoliberal de comienzos del presente siglo, poco a poco desmontó las aspiraciones plasmadas en los 222 artículos donde se establece la carta de navegación para garantizar el derecho fundamental de todas las personas a educarse a lo largo de la vida de manera contextual y con el apoyo del Estado. 

 Durante dos largas décadas hemos visto el desmonte gradual de nociones esenciales consagradas en el Ley 115. Con el pretexto de la calidad y cobertura estandarizada volvimos el centralismo tecnocrático en manos de egresados de Harvard. De ese modo, hizo carrera un conjunto de políticas que fueron anchando la fila de las exclusiones y hoy nos muestran un mapa doloroso. Los territorios nacionales del constitucionalismo del 86 son en la actualidad los departamentos con los indicadores más bajos en materia educativa. Al mismo tiempo la matrícula y los recursos de la educación superior se concentran en cuatro ciudades andinas.

Este mismo mapa coincide con otros factores asociados al impacto del conflicto armado en todos los niveles de la vida económica, política y cultural de estas regiones. Fenómenos como el reclutamiento de menores, desplazamiento de docentes, desaparición de comunidades educativas completas son entre otros muchos, la punta del iceberg de una injusticia educativa sostenida en la combinación de andinocentrismo gubernamental y conflicto armado. Por esta razón, el mapa no miente, es difícil sobrevivir y educarse en las antiguas intendencias y comisarías, así se reproduce una sobre otra cada circunstancia que explica porque el déficit educativo se concentra en ciertas zonas donde perviven indígenas, afrodescendientes y campesinos de frontera. 

Maruja tiene 65 años. Es una maestra del Pacífico sur desde los 16 años. Se formó en la Escuela Normal Superior de Guapi entre 1970 y 1977. Con su título de bachiller en la mano recorrió durante más de cuatro décadas muchas escuelas de las zonas rurales de la costa caucana. Por eso, sabe de las alegrías y las penurias de cientos de familias a cuyas hijas e hijos educó con convicción católica y lecciones aprendidas en los textos escolares que se producen en Bogotá o Medellín.  Se jubiló porque no aguantó más la pena que le causaba cada día ver el declive de su comunidad. La gota que rebosó la copa fue el asesinato de Manuel, un niño de 12 años proveniente de Limones, a quien ejecutaron por “hacerle mandados” a uno de los grupos armados que disputa el control territorial.  Era uno de sus mejores estudiantes de quinto grado. Dedicado, inteligente y dispuesto a sacarle ventaja a la vida de pobreza. Le gustaba leer y aprender de los libros. Quería ser ingeniero.

La maestra Maruja educó varias generaciones entre las cuales se cuentan muchos profesionales, lideres y políticos locales. Ella reconoce que la educación es fundamental para salir adelante en la vida, pero también reconoce que hoy día es mucho más difícil hacerlo bien debido a que la familia y el gobierno no cumplen con su parte. Ser docente en regiones como Guapi o Timbiquí constituye un verdadero acto de fe, dadas las complejas condiciones sociológicas en estos territorios. María Elena, la hija mayor de Maruja siguió sus pasos y se hizo normalista y luego licenciada. Tuvo que irse a estudiar a Cali por varios años para obtener el título profesional, sostenida con el esfuerzo familiar y una renta que mensualmente le enviada su madre. Logró ubicarse como docente de preescolar y trabajó con el sector privado por varios años, aguantando situaciones racistas y clasistas que le enseñaron el significado de ser una mujer afrodescendiente en una ciudad como la capital del Valle, donde borraron su nombre para bautizarla como la “profe negrita”. Se presentó al concurso de Etnoeducadores Afrocolombianos dos veces y en el 2011 quedó nombrada en Jamundí, para laborar en una zona rural. A sus cuarenta años por fin obtuvo estabilidad laboral y aspiraciones de seguir su formación posgradual. María Elena no regresó a su natal Guapi, ahora intenta convencer a Maruja de irse con ella a esta ciudad donde el servicio de salud es la mejor opción para sus complicaciones de hipertensión y diabetes. Sus dos hijos se consideran caleños y estudian en un colegio público donde lograron los cupos por ser instituciones Etnoeducativas donde conmemoran el mes de la afrocolombianidad con danzas y jolgorio, y poco enseñan sobre los grandes poetas del pacífico o la contribución de la gente negra a la historia económica del Valle del Cauca.  

Maruja y María Elena son hijas de dos constituciones distintas y al mismo tiempo herederas de los viejos males de una educación descontextualizada a causa de la colonialidad del saber que predomina en las políticas de conocimiento que gobiernan en el aula de primaria hasta las salas de los doctorados en educación. Políticas a prueba de realidad, que desconocen la diversidad educativa de la nación y no contemplan que la familia y el Estado pueden ser actores disimiles de una región a otra. Políticas esencialmente monoculturales incapaces de dialogar con la diversidad cultural y lingüística y por lo tanto, un obstáculo para crear currículos con pluralidad epistémica y pedagógica.  

Ellas también son testigos de excepción de las discriminaciones que operan en la formación del profesorado colombiano donde generaciones enteras se preparan para educar una niñez mestiza en el centro de Colombia, pero luego deben laborar en las geografías de la periferia de las cuales poco o nada aprendieron por años.    

Los textos escolares en los cuales aprendieron y con los que siguen enseñando lecciones de historia y geografía, atados a imágenes de la blanquitud y la montaña sin posibilidad de acercarse a los acontecimientos y territorialidades de las culturas indígenas, afrodescendientes, caribeñas, amazónicas y pacíficas.

La justicia educativa constituye una tarea urgente y obligada. La construcción de paz pasa por lograr reparaciones históricas para los graves problemas de desigualdad, estigmatización y subordinación producidos por el colonialismo interno del gobierno de lo escolar. Transitar hacia gobiernos democráticos y justos implica demoler la mentalidad que ha reducido la educación a la escolarización y la escolarización a la estandarización del conocimiento. Finalmente, entender que la educación es un modo de vida compartido en el cual es posible reorganizar la experiencia individual y establecer equilibrio entre conocimientos. 





Este artículo se encuentra publicado en el Dossier TRANSICIÓN, GOBIERNOS DE TRANSICIÓN Y DEMOCRACIA editado y compilado por Carlos Medina Gallego, UN, abril de 2023

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