domingo, 7 de junio de 2015

44 y cientos de años de gente muy rebelde


                                                                                  Febrero 1971- Febrero 2015

Desde la república y su guerra de los Mil días, quedó claro que todas las formas posibles de violencia y represión en Colombia estarían justificadas cuando se tratara del “enemigo interno”.
Empezando el siglo XX Manuel Quintín Lame, un sobreviviente de esta guerra,  decidió rebelarse contra los dueños de hacienda, que bajo el manto de la iglesia y la venia de muchos liberales, hacían del terraje una versión moderna del antiguo régimen feudal. Estuvo preso más veces de las que se puedan recordar. Escribió centenares de oficios y querellas, reclamando para los indios, la tierra de resguardo que les había sido robada por doctores del terraje en Popayán, Neiva y Cali. Los años veinte vaticinaron un largo camino para la rebeldía indígena, y nadie en ese entonces esperaba que con el paso del siglo, la imagen del viejo de cabellera larga y curtida por el páramo se convirtiera en emblema de miles y miles de los hijos de la tierra.
Entrados los años cuarenta, la combinación entre feudalismo y bipartidismo producía una sociedad terrateniente poderosa y centralista, que explotaba sin compasión a generaciones de campesinos, mientras la iglesia bautizaba a sus pobres descendientes para ampliar la lista de pasajeros al reino de los cielos. Eran tiempos de hambruna, de la llegada de las ideas socialistas a estos países andinos y de gente que empezaba a hacer de la política un medio de emancipación. Quienes se organizaron en ese entonces -obreros, campesinos  y estudiantes universitarios- se les llamó chusmeros, comunistas, ateos y posteriormente guerrilleros. Se les persiguió hasta la muerte con la bandera tricolor de un estado católico, autoritario, militarista y nacionalista.
La violencia bipartidista arrasó con regiones enteras durante los años cincuenta. La voz de monseñor Builes y muchos gamonales  inspiraron a diáconos como el Cóndor de la novela de Gustavo Álvarez Gardeazabal, para que se apoderaran de las esquinas de los pueblos y sembraran a punta de camándula terror y obediencia. Dicen los entendidos, que luego de grandes épocas de represión vienen las grandes rebeliones, y los años 60 fueron en este país una hecatombe cultural, política y social. Las universidades públicas eran públicas en sus debates y sus campus sin cercados, ni muros, hervían en las ideas de la revolución y la lucha de clases. La Asociación Nacional de Usuarios Campesinos ANUC inauguraba un tiempo de lucha bajo la consigna “la tierra p´al que la trabaja”. Miles de campesinos y campesinas decidieron despedir al feudalismo y a los señores feudales de este país. La esperanza de un buen vivir en el campo, se respiraba en los discursos radicales sobre la lucha popular.  La banda sonora de Víctor Jara palpitaba en ciudades y campos, y el verbo del momento era desalambrar. Desalambrar la tierra, la mente, la historia del continente...

Hace 44 años (21 de febrero de 1971) un puñado de campesinos e indígenas del Cauca decidieron crear el Consejo Regional Indígena del Cauca CRIC en una asamblea que se llevaba a cabo en el norte del departamento. La mayoría de ellas y ellos respiraban la ideología de la época, muchos habían hecho parte de la ANUC en sus dos vertientes, otros habían militado en el MRL con el pollo López, como fue el caso de Juan Gregorio Palechor, uno de los fundadores de esta rebeldía colectiva. E incluso había uno que otro iniciado por comunistas o socialistas que habían hecho su trabajo de base en algunas zonas del sur del país. Lo cierto es que ese nacimiento representa un hito en la historia de las luchas sociales de este país y de América Latina, pues bajo la sigla del CRIC se construyó una manera de hacer política desde lo ancestral y desde lo comunal. El CRIC ha sido sobre todo un gigante movimiento comunitario que ha demostrado de lo que es capaz un pueblo que se rebela contra una larga historia de subordinación y explotación. 

1971 fue un año difícil. Eran horas de gente rebelde y de rebeliones de gentes en Colombia. Los campesinos de la ANUC desalambraron haciendas y latifundios en Córdoba, Cesar, Sucre y Magdalena. Se organizaron en el norte del Cauca, en Nariño y toda la zona andina para hacer congresos durante semanas enteras y debatir la “línea políticamente correcta”. La propiedad de la tierra era injusta e infame, la gente moría de hambre produciendo arrobas de algodón y arroz para el mercado. El marxismo y el maoísmo andaban de moda en las tierras de Alejo Durán, y de Garzón y Collazos. Era un país que se politizaba vertiginosamente mientras oía Radio Sutatenza y sus lecciones sobre la “nobleza” del alma campesina.

En medio de toda esta marejada ideológica y política, los indígenas del Cauca tomaron como bastión ideológico el legado de Manuel Quintín Lame. Desempolvaron la ley 89 de 1890 de origen colonial y decidieron enfrentar a la iglesia, a la nobleza payanesa y a todos sus fieles servidores públicos. La recuperación de la hacienda Cóbalo representa uno de los grandes íconos de esta memoria de la dignidad que heroicamente Jorge Silva y Marta Rodríguez filmaron bajo el título “Nuestra Voz de Tierra” y cuyos primeros planos hacen parte del legado audiovisual del siglo XX en este país. La lucha por las tierras de Cóbalo es muy significativa pues se trataba de áreas de resguardo que para aquel entonces eran del dominio del alto clero de la ciudad blanca, quienes se valían de la cristiandad para explotar a los indígenas de Coconuco y surtir sus arcas.

Vinieron una tras otra las recuperaciones de tierra, y a diferencia de lo que sucedió con Quintín Lame, esta vez eran pueblos enteros del Cauca quienes se levantaban sin miedo y reclamaban sus derechos. Desde entonces los pueblos organizados en torno al CRIC han dado grandes lecciones políticas y morales. Han fundado escuelas y una universidad propia. Han puesto en jaque a la derecha y también a la guerrilla. En los años ochenta hicieron un mandato en el resguardo de Vitoncó bajo el cual exigieron a los grupos guerrilleros salir de sus territorios. Han marchado, se han tomado la carretera panamericana más de una vez, han conmovido a ciudades enteras con su paso valiente y han logrado el respeto de la sociedad colombiana.

Pero la historia del CRIC y sus gentes también está signada por terribles y dolorosos hechos como los asesinatos de más de cien de sus líderes, maestros, comuneros y cabildantes -hombres y mujeres-. Las sombras de acontecimientos como la masacre del Nilo en el resguardo de Caloto o el asesinato del sacerdote nasa Alvaro Ulcué, bordean el verde y rojo de las banderas que se izan cada vez que el CRIC decide rendir tributo a la memoria de sus muertos.

Como muy pocas organizaciones en Colombia, el CRIC es un sobreviviente de los años ochenta y su llamada “guerra sucia”, cuya furia extinguió las voces de cientos de procesos organizativos del Magdalena Medio, Antioquia, Chocó, Valle del Cauca, Sucre, Córdoba, Magdalena, Meta, Arauca y del Pacífico sur entre muchas otras regiones.

Por eso al celebrar cuatro largas décadas de existencia del Consejo Regional Indígena del Cauca –CRIC- asistimos a un evento casi excepcional de un movimiento social que ha logrado en medio de toda clase de guerras y toda clase de adversidades, convertirse en una experiencia ejemplar de paz comunitaria en una de las regiones más violentas de Colombia.

Desde 1971 los congresos del CRIC no sólo son un escenario de deliberación y toma de  decisiones de los pueblos indígenas y sus autoridades. También han sido y son un escenario de socialización política en el cual jóvenes universitarios provenientes de todo el país, hoy como desde hace cuatro décadas, acuden para aprender algo de esta voces ancestrales que con la autoridad de sus varas de chonta han proclamado grandes ideas sobre la autonomía, el territorio, la justicia propia y el derecho a la vida.

Las viejas chivas modelo 80 corren por este sur de Colombia atiborradas de gentes de todos los tamaños y de todas las edades que acuden a los congresos y a las asambleas del CRIC con la alegría y la fuerza con que se asiste a un antiguo ritual, para ser bendecidos por una fuerza sobrenatural. Es inevitable ver las cosas de este modo, pues se trata de congregaciones que suman más de 30.000 personas en La María, el territorio demarcado por los pueblos indígenas del Cauca para pensar y debatir públicamente sus asuntos.
No hay mucho más que decir.

 ¡Que viva el CRIC!

Y gracias a cada uno de sus líderes, de sus gigantes y valientes mujeres por que han sido capaces de pensar con el corazón y actuar con valor.
        






 

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